Circo sin pan

Sin intención de trivializar el interés motivado por el debate entre millones de mexicanos (es una muestra de politización, supongo), es prudente hacer los siguientes comentarios:

El impacto de los debates políticos en la intención de voto, es nulo. Nadie cambia de opinión, y al ser un deporte de apreciación en el peor de los sentidos, cada quién sale con el resultado que mejor se acomoda a sus creencias previas, que normalmente es la convicción de que su candidata arrasó (la que sea su candidata). Los sondeos dicen que el 6% cambió su opinión sobre las candidatas, pero no sabemos de dónde a dónde, y es también posible que se distribuyan de acuerdo a las preferencias previas, compensándose, digamos.

Contra lo que la prensa y los comentaristas dicen, centrarse en “las propuestas” no es la manera más inteligente de sacar nada en claro, porque las propuestas de campaña parten de un estudio demoscópico de los grandes problemas (qué le preocupa más a la gente, según sondeos y encuestas), pero no tiene nada que ver con su capacidad real de maniobra cuando llegan al gobierno. Esta normalmente está limitada por cosas como restricciones presupuestales (el dinero nunca alcanza y siempre hay menos de lo que les dijeron. Siempre); pobreza burocrática (la función pública está denigrada en la cultura política mexicana, lo que a su vez genera incentivos para seguirla maltratando, y este maltrato redunda en la mediocridad general, lo que vuelve la antipatía hacia ella una profecía autocumplida); efectos no deseados de políticas públicas previas a su gobierno (la violencia hoy fue generada por la política de seguridad de otras administraciones, así como el estrés en las finanzas públicas de 2028 habrá sido generada por la estrategia del último año (de todo el año) del presente gobierno). Además, faltan las coyunturas políticas del momento, los compromisos adquiridos (no hay candidatos sin compromisos, porque no hay campañas sin dinero, y no hay dinero sin promesas. Ni le busquen) y los imponderables globales (pandemia, guerra).

Eso no quiere decir que haya que darle demasiado peso a las payasadas propias del formato en el debate, es decir, al vaso de agua con - supuestos - orines y heces fecales, o al recorte de periódico viejo como “evidencia” de la corrupción de un pariente. Empero, lo que el debate sí tiene es el reconocimiento, a veces con algún respaldo, de problemas agravados o mitigados durante un gobierno específico. Es interesante que la desigualdad haya disminuido con este gobierno, aunque habrá que ver si eso implicó una igualación hacia abajo o una redistribución con crecimiento. Preguntas pertinentes que nadie hace porque es más cómodo quedarnos con las agresiones de patio y los adjetivos domingueros. Pero la ruptura del pacto entre el gobierno y los grandes contribuyentes fue, sin duda, un acierto de esta administración. Ya en lo que se haya gastado lo recaudado, es otro cantar.

En fin, el debate no es un termómetro de calidad de las candidatas (y Máynez), porque sólo mide la capacidad histriónica, y no están audicionando para un programa de tele. Pero sí es un termómetro del nivel de comprensión de lenguaje y datos por parte del gran público. En ese sentido, mientras sigamos discutiendo más sobre las ligas y las casas de alguien que sobre los criterios de subsidio al campo o a la industria, estamos mal, pero es lo que hay.