Entre el fuchi y el guácala

Columnas martes 10 de septiembre de 2019 - 02:27

Pobre de México tan lejos de la justicia y la seguridad y tan cerca del guácala y del fuchi. Y es  que esta vez sí se pasó  nuestro amado líder que  está a nada de citar a ese  gran filósofo mexicano, el doctor Chapatín  y cualquier día de estos nos receta su célebre: “es que me dio cosa” o el famoso “se  me chispoteó”. 

A mí me gusta la expresión “guácala” pero no en el combate contra la delincuencia y la corrupción, ni al caso; es mejor escucharla en estos días patrios cuando comento que  el pozole no puede ser vegetariano —es una  aberración y en todo caso sería una sopa de  verduras—, porque en su origen los mexicas  lo preparaban con carne humana ya que  eran antropófagos rituales, tradición que  concluyó con la conquista y que los enemigos de los aztecas seguramente agradecieron porque eso de ser parte de la dieta del  pueblo del sol tampoco era algo así como  un honor. 

Pero mientras “guácala y fuchi” —gran título para una canción de amor— se convierten en el tema insignia del mes de  septiembre, les quiero compartir la que a  mi parecer ha sido la celebración de independencia más emotiva desde que Hidalgo  se levantó en armas en 1810 —ojo, el buen  cura nunca dijo “voy a tomar las armas para  llevar acabo la primera gran transformación  de nuestra historia”—. 

En 1864 hubo dos celebraciones para celebrar la independencia: la de los buenos y la de los malos —cada quien que elija  bando—; Maximiliano se encontraba recién  desembarcado en México y decidió irse de  gira por el Bajío. Fue el primer gobernante  que visitó la casa de Hidalgo en el pueblo  de Dolores y la noche del 15 de septiembre, desde el balcón lanzó una arenga para  recordar al padre de la patria, a la que también ya reconocía como suya —al menos  de dientes para afuera—, aunque el gusto  le duró hasta 1867 cuando lo dejaron bien  frío en el Cerro de las Campanas. 

Por supuesto, fue una celebración muy fifí, corrieron las viandas, los vinos y se hizo  acompañar por lo más selecto del pueblo  que se entregó a Max. Lo irónico es que  celebraron la independencia con un monarca extranjero impuesto por un ejército  de ocupación. 

Ese mismo día, al caer la tarde, a varios miles de kilómetros de distancia, un carruaje negro hizo alto en una inhóspita región  de Durango, cerca de los límites con Chihuahua, llamada la Noria Pedriceña. Era  pleno desierto, pero el presidente Juárez y  sus amigos Guillermo Prieto, Jesús Ma. Iglesias y Sebastián Lerdo de Tejada decidieron  pasar ahí la noche, a la intemperie, con una  buena fogata y algo de café. 

Nada había que celebrar. Los franceses traían asolados a los republicanos y la derrota de la república parecía inminente. Sin  embargo, “a semejanza de lo que ocurrió  en el humilde pueblo de Dolores la noche  del 15 de septiembre de 1810 —escribió  Iglesias—, el 16 de septiembre de 1864 vio  congregados a unos cuantos patriotas, celebrando una fiesta de familia, enternecidos  con el recuerdo de la heroica abnegación  del padre de la independencia mexicana,  y haciendo en lo íntimo de su conciencia  el solemne juramento de no cejar en la presente lucha nacional, continuándola hasta  vencer o sucumbir”. 

La noche había caído y solo se escuchaba el crujir de la leña que se consumía entre las llamas de las fogatas. En el semblante  de todos se reflejaba la tristeza o en el mejor de los casos, preocupación. De pronto,  alguien sugirió que Guillermo Prieto dijera  algunas palabras a manera de brindis. Y le  salió del alma: 

“La patria es sentirnos dueños de nuestro cielo y nuestros campos, de nuestras montañas y nuestros lagos, es nuestra asimilación con el aire y con los luceros, ya  nuestros; es que la tierra nos duele como  carne y que el sol nos alumbra como si  trajera en sus rayos nuestros nombres y el  de nuestros padres; decir patria es decir  amor y sentir el beso de nuestros hijos..., 

Y esa madre sufre y nos llama para que la libertemos de la infamia y de los ultrajes de  extranjeros y traidores”. 

A pesar de la adversidad, esa noche Juárez y sus hombres juraron luchar hasta alcanzar la segunda independencia de  México y al final lo lograron. Eran otros  tiempos, eran otros hombres, tan ajenos  del fuchi y del guácala. 

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/CR

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