Los demonios andan sueltos: el poder soberano en disputa

Columnas miércoles 21 de mayo de 2025 - 01:00

El asesinato de la secretaria particular de Clara Brugada, Jefa de Gobierno electa de la Ciudad de México, y de uno de sus asesores, ocurrido en plena Calzada de Tlalpan durante la “hora pico”, no puede entenderse, en primera instancia, como un acto meramente criminal. Se trata de una ejecución que podría tener connotaciones políticas profundas, y que expresa una forma de violencia destinada a confrontar estructuras de poder, enviar un mensaje al Estado y producir efectos de intimidación y espectacularidad ante la ciudadanía.

 

Más allá de las respuestas obvias, este infame acto debe leerse desde una clave filosófico-política. La víctima ocupaba un rol estratégico en el aparato de gobierno: conocía agendas, pactos, horarios, fricciones y posibles líneas de ruptura dentro del poder institucional. Ejecutarla es interrumpir una línea de continuidad, señalar o provocar una pretendida vulnerabilidad del nuevo gobierno a unos meses de su instalación, y comunicar simbólicamente que ninguna esfera del poder está a salvo.

 

La logística del crimen —precisión, oportunidad, lugar y momento— implica una capacidad operativa que rebasa a la delincuencia común. Asumiendo que se trata de una ejecución que tiene autores intelectuales distintos a los sicarios que llevaron a cabo el asesinato, debe pensarse que, quien lo pudo haber ordenado,tenía acceso a información interna, recursos sofisticados y la certeza de que puede salir impune. En este sentido, el crimen organizado en México actúa como una forma de poder paralelo, que se va constituyendo como soberanía fáctica, en los términos que Carl Schmitt definió: aquel que decide sobre la excepción, es decir, sobre la vida y la muerte fuera del marco legal.

 

La espectacularidad del acto lo convierte en una manifestación de violencia política, como la conceptualizó Hannah Arendt: una forma de acción que suplanta al diálogo y al consenso en contextos donde el poder pierde legitimidad. No es un acto para conseguir algo concreto, sino para imponer una presencia, una advertencia: el crimen organizado muestra su capacidad de irrumpir en el corazón simbólico y geográfico del país, que es la capital de la República.

 

Este evento interpela directamente al Estado mexicano. Para la Jefa de Gobierno implica el reto de demostrar que no gobierna bajo amenaza; para la Presidencia de la República, es una prueba de fuego sobre su capacidad real de garantizar la seguridad, sobre todo en la capital del país. Lo que pretende la criminalidad es sembrar la idea de que, si el Estado no puede evitar ejecuciones públicas de figuras políticas en zonas de alta seguridad, entonces el principio organizativo fundamental del Estado moderno, que consiste en el ejercicio del monopolio legítimo de la violencia, está en disputa.

 

Este doble asesinato busca poner en tensión la legitimidad del Gobierno; y peor aún, parece que el Estado está desafiado por poderes que actúan con impunidad y espectacularidad, erosionando el orden institucional desde dentro. Lo que está en juego es tanto la gobernabilidad de la CDMX, como la posibilidad misma de que México siga siendo un Estado de derecho.

 

Investigador del PUED-UNAM

 

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/CR

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