Oscuridad y toga
Columnas jueves 19 de junio de 2025 - 01:00
La función judicial, más que la legislativa o la administrativa, se presta para su dramatización. Claro que hay algo de epopéyico en la promulgación de un Código, y de hecho los primeros cuerpos normativos en la historia de la codificación, se publicaron con la pretensión de ser totales y perfectos. Huelga decir que eso es imposible, pero eso nunca ha impedido los delirios narcisistas de ningún legislador. Por otro lado, son los jefes de estado, en forma de reyes, dictadores, presidentes o primeros ministros, los que han llenado, por regla general, la imaginación de poetas, dramaturgos y novelistas. Tal vez porque en su ascenso y caída se observa la fugacidad de los triunfos humanos y el arrepentimiento como único legado de una vida suficientemente larga. Quién sabe.
Pero el juez, como arquetipo, también tiene lo suyo. Imagino que tiene que ver con el patente realismo de las controversias judiciales de la vida cotidiana. No todos los casos son Madison contra Marbury, ni Pemexgate. De hecho, la mayor parte de los asuntos que se resuelven en un tribunal, involucran pretensiones urgentes y necesidades inmediatas de personas comunes y corrientes, que no por ello son menos importantes: la custodia de una hija, la pensión alimenticia debida, el fraude que evapora los ahorros de un jubilado, es la adecuada resolución de esos casos lo que construye o erosiona la confianza de la sociedad en el derecho y, por ende, en su creador y distribuidor por excelencia, el Estado. Un solo juez familiar de la CDMX, en promedio, resuelve más de 1600 asuntos al año, así que ustedes dirán.
Además, a diferencia de muchos de los preceptos legales generales, perdidos en laberintos que ni los abogados conocen, una sentencia tiene impacto inmediato e indiscutible en personas específicas, y cuando el caso llega a la sentencia definitiva, generalmente es porque las dos partes se toman muy en serio las consecuencias del fallo. Todas estas características deberían conllevar a que el lenguaje jurídico en general, y el judicial en particular, fuera cada vez más comprensible para los legos, que son los destinatarios que deben cumplir las leyes y los justiciables que acuden a los tribunales. Pero sucede lo contrario. No solo son los abogados los únicos que pueden llevar un asunto, sino también los únicos que pueden descifrar una sentencia, sacando de entre toda la abigarrada pomposidad la conducta que se espera que cumpla con los puntos resolutivos.
Paradójicamente, esta distancia entre el lenguaje judicial y la vida cotidiana de los ciudadanos no solo perpetúa la idea de que la justicia es un terreno exclusivo para iniciados, sino que también alimenta la desconfianza y el desencanto social hacia el sistema. El ciudadano común, enfrentado a documentos plagados de tecnicismos y frases enrevesadas, se siente ajeno a un proceso que, en teoría, debería estar a su servicio. Así, el juez, lejos de ser el mediador accesible y comprensible que la sociedad requiere, se convierte en una figura distante, casi mitológica, cuya palabra es ley pero cuyo mensaje es indescifrable. Tal vez sea hora de repensar no solo cómo se imparte justicia, sino cómo se comunica, para que el derecho vuelva a ser, en el mejor sentido, un asunto de todos y no solo de unos cuantos. Porque la justicia, al final, solo puede ser legítima si es entendida y apropiada por quienes la necesitan.
A ver si entre todo el desmán que ya se hizo para derrocar a la vieja casta judicial, para sustituirla por perfiles tremendamente asimétricos y con una lógica que probará su éxito o fracaso en la calidad de las sentencias, algo se hace para transparentar el funcionamiento del derecho y sus instituciones, además de quitarse o ponerse las togas. Importa bastante más.