Columnas
Generacionalmente, hemos enarbolado el contrato social planteado por el denominado padre de la democracia moderna, Rousseau, y su concepción declarativa de los ciudadanos, libres e iguales. Hicimos nuestro el espíritu nacionalista y construimos la llamada democracia moderna para el hombre heterosexual y privilegiado. Nuestro Estado, sus leyes y sus poderes constituidos fueron creados bajo un modelo de ciudadanos de primera y de segunda.
La sociedad mexicana, sesgada por inaceptables estereotipos, impuso durante años límites que no permitían la visibilidad de las mujeres y de los grupos en condición de vulnerabilidad. Era casi impensable que una mujer pudiera participar en la vida pública, y para quienes pertenecemos a la comunidad LGBTI, el sueño de un espacio de representación popular abrazando nuestra bandera arcoíris se tornaba inaceptable, porque fuimos pecado y también delito.
El siglo XX estuvo marcado por el movimiento feminista. La gran revolución gestada por las mujeres trajo consigo la conquista del derecho a la educación, al voto, la incorporación al mercado laboral y, finalmente, el acceso a los cargos públicos. El anhelo de la igualdad jurídica entre hombres y mujeres se vio materializado de forma declarativa; sin embargo, la discriminación por razón de género prevaleció. Han sido muchas las mujeres que dejaron una huella en la construcción de esta democracia y de sus instituciones. Hoy, la Suprema Corte de Justicia de la Nación y el Instituto Nacional Electoral son presididos por una mujer.
El 30 de marzo pasado iniciaron las campañas para elegir a las personas juzgadoras del Poder Judicial de la Federación y de diecinueve tribunales locales. La reforma judicial implica un cambio sustancial: marca la transición hacia un nuevo modelo de constitucionalismo. El pueblo elegirá, por primera vez en la historia, a quienes habrán de impartir justicia.
Mucho se habla a diario del proceso electoral extraordinario en curso; sin embargo, poco se dice de las mujeres de la diversidad en esta elección. Mi gran pregunta es: ¿dónde están las candidatas de nuestra comunidad? ¿Las minorías estaremos representadas por quienes servirán a la justicia desde su impartición?
En el servicio público y los espacios de representación, nuestra participación históricamente ha estado limitada. Y no es porque las mujeres de la diversidad no hayan estado ahí antes. Hoy, la visibilidad de las mujeres que pertenecemos a la diversidad sexual es casi nula. La fórmula de Rousseau ha tenido un cambio: ahora, la democracia y los espacios para servir a ella están reservados para los hombres blancos y diversos que creen que, desde sus ideas patriarcales, sus agendas nos representan.
Aunque no es algo que nos agrade asumir, en México, nacer mujer trae consigo condiciones desiguales. Pero nacer mujer diversa es sinónimo de ausencia de opciones y de poca visibilidad. Mientras no hagamos de los derechos humanos valores de vida como sociedad, la paridad, el progreso y la justicia social seguirán siendo un anhelo de ciudadanos de segunda en esta, la llamada democracia moderna. Porque la verdadera paridad ha de lograrse institucionalizando la perspectiva de género con un enfoque transversal que significaría una conquista jurídica, política y también democrática. Permitir la coexistencia de la diversidad implica redefinir la ciudadanía, para que todas estemos representadas en cualquier proceso electoral y en todos los espacios públicos.