Columnas
El papel de las Universidades, como cimientos de la legitimidad de un régimen, se debe, en buena medida por la génesis de la narrativa que le confiere sentido a las cosas. En las universidades se tienen archivos, pero no sólo archivos, sino los portentosos reactores que los estudian, construyen -o "deconstruyen"-, para definir lo que denominamos “realidad”.
Desde el inicio de la reflexión crítica, por lo menos lo que nos ha llegado de la Grecia Antigua, la denominada “realidad”, nada tiene qué ver sólo con lo que ingenuamente tenemos al alcance de nuestros sentidos, pues, como dirá Sócrates, el engaño persiste ante nuestros ojos. Dudar de lo estrictamente físico y de lo no corroborable, lo especularon los epistemólogos del siglo XVII (Descartes, Pascal, Leibniz, Spinoza…), provocando que la preocupación por los medios corroborativos o “métodos”, sean permanentemente foco del debate sobre el sentido de la “realidad” y el “conocimiento”.
Entonces ¿qué podemos decir que conocemos? Sin pretender profundizar, podemos decir que esa respuesta la podemos ubicar en los recursos que la ciencia nos ofrece, y cuyos especialistas (también denominados “comunidad epistémica”) los encontramos en las aulas universitarias.
La universidad dicta el sentido de lo que denominamos conocer, por el solo hecho de que sus estudiantes, sean filósofos o físicos, desarrolladores de IA y de metalenguajes, han tenido en las aulas académicas los maravillosos portales donde el conocimiento se transmite, se critica, se acata o se reniega. Esa grandeza viva y confrontativa de ideas, tiene en la universidad su abrevadero.
Pensar que un gobierno, cual sea, puede cambiar la “realidad”, como Calígula cuando vió en su caballo Incitato, todas las cualidades adecuadas para nombrarlo senador de la república, y con total libertad, el inocente preferido del César, pudiera relinchar desde el presidio senatorial, teniendo el aplauso apasionado de sus colegas “encurulados”, haciendo de la toga, un harapo indigno de la gloria latina.
Por más toga que le impusieran a Incitato, Incitato no dejaba de ser un equino, y sus aplaudidores, un montón burlesco de sicofantes al servicio de un tirano degenerado.
El sentido de las cosas no se impone por edicto, y los que lo han creído, tocan la fortaleza de la crítica que, aunque jamás haya gustado a los tiranos, cuando estos trascienden al inevitable fin, su memoria permanece entre los estantes librescos que estudian -y estudiarán-, todos aquellos a quien posiblemente en vida llenaron de oprobio, porque no siguiendo instrucciones despóticas, como Séneca con su vil pupilo, honraron con su sacrificio el espacio donde nunca han triunfado los villanos: el conocimiento.
La universidad defiende a la república. A la república la hacen sus leyes y sus instituciones, que siendo en esta, la gloriosa matriz de aquellos, es al mismo tiempo escuela y madre.