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De conservas y conservadores.

De conservas y conservadores.

Columnas jueves 13 de octubre de 2022 -

Hay pocos términos más engañosos que el de “conservador”, porque puede usarse como un sistema de pensamiento, una posición política o una sustancia que se pone en los alimentos para que no se echen a perder tan rápido. Por eso son conservadores Edmund Burke y Lucas Alamán, es conservador un comunista en Cuba y un neoliberal en Inglaterra, y es conservador el benzoato de sodio que traen las papas adobadas. Lo malo es que, a fuerza de estos equívocos, ya es sinónimo de mala palabra, y ahora los conservadores incluso prefieren recibir el mote de derechistas, por miedo a la infamia popular que conlleva la otra etiqueta. Pero como sistema de pensamiento político no es sinónimo de maldad ni de privilegio. Es, sencillamente, una visión escéptica de glorificar lo novedoso y lo contingente, como si fuera único y universal.

Descree también de que un estudiosito de cubículo pueda llegar a una mejor comprensión de la realidad social que siglos de tradición y pensamiento acumulados por toda la humanidad. Es, así, un acercamiento tópico, prudencial y contextual a los problemas, en lugar de uno impetuoso y dogmático, que siente un placer casi erótico cuando puede expresar cualquier solución en forma de ecuación algebráica, por más chafa e infantil que sea.

Para conocer más del tema hay pocas introducciones más amigables que la obra de Michael Oakeshott. Su ensayo más famoso, quizás, es el que habla del racionalismo en la política, publicado en 1947, en pleno ascenso del optimismo sonámbulo de los métodos naturalistas en las ciencias sociales como sustituto de todo lo demás. El autor inglés dirige su crítica al racionalista moderno de su tiempo, lo que nosotros llamaríamos un tecnócrata, obnubilado por la técnica.

A este respecto, divide el conocimiento sobre todos los asuntos humanos (naturales o sociales) en técnico y práctico. El primero se puede impartir y aprender. El segundo sólo se puede enseñar y asimilar mediante el contacto directo y cotidiano con quien lo posee. Y el aprendizaje del segundo no es traducible ni en libros ni en fórmulas, mientras que el primero se caracteriza, entre otras cosas, por esa posibilidad. Puede impartirse deliberadamente y memorizarse.

Concretamente, no puede aprenderse a cocinar memorizando un libro de recetas, ni a andar en bicicleta solo leyendo sobre ello. El gran problema de este tipo de racionalismo en la política es que para Oakeshott, la política es precisamente el reino de lo contingente, circunstancial y, diríamos nosotros, de lo complejo.

En ese sentido, el racionalista político decide ignorar toda la experiencia acumulada de la tradición (de cualquier tradición) y resolver cualquier problema político confiando sólo en su conocimiento extraído de la técnica y de su propia experiencia.

Con esta actitud, el racionalista asume, voluntariamente o no, que la actualidad es siempre urgente y novedosa, una serie de momentos críticos para cuya comprensión no sirve el conocimiento humano previo, ni mucho menos el hábito o la tradición, que él equipara con simples prejuicios. Eso hace que el racionalista siempre esté más dispuesto a crear o a destruir, que a reformar o reparar, y obviamente una clase política sin educación política, necesita de una doctrina, que le provea de una guía de conducta, y si puede meterse en un libro de dogmas o reglas simplistas, mejor.

La única educación en la que cree el racionalista es en un entrenamiento en la técnica. “Cree que una instrucción en la administración pública es la defensa más segura contra la adulación de un demagogo y las mentiras de un dictador”, dice textual consciente de que este narcisismo filosófico acaba llevando a las élites al fracaso por parte de quien, al menos, está más cerca de la realidad que los libros de excel desde los cuales pretenden gobernar. Lean a Michael Oakeshott, vale la pena.

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/CR

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