En días recientes terminé de leer El vendedor de silencio, la espléndida novela de Enrique Serna sobre la vida de Carlos Denegri, catalogado por Julio Scherer García como el más vil de los periodistas mexicanos.
Las bajezas a las cuales Carlos Denegri sometió a sus diversas parejas y amantes están crudamente develadas en el libro, sin contemplaciones, sin concesiones en toda su crueldad y vileza. Fue un periodista funesto, pero fue un peor ser humano, misógino, abusivo, colérico y violento. Un macho mexicano.
Entre las muchas cosas que el libro relata, la descripción del machismo institucionalizado en México, es quizás las más relevante para la época actual del país, pues nos permite recordar que, todavía hace unas cuantas décadas, los hombres poderosos, representados en la novela por figuras reales como Maximino Ávila Camacho, hermano incomodísimo del Presidente Manuel y el empresario Jorge Pasquel, socio, prestanombres y confidente del presidente Miguel Alemán, podían robarse mujeres, asesinarlas a ellas o a sus parejas, usarlas pues como trofeos de caza, demostrando que en el México posrevolucionario el poder político, aunado al económico, se ejercía por hombres atrabiliarios, machos primarios, sin restricciones de ninguna especie. Violadores armados que acaparaban los puestos y construían las redes de poder e influencia, que recibían los contratos y se repartían el presupuesto público.
La lectura de la novela es importante para el presente mexicano, pues el machismo institucionalizado que intenta invisibilizar a la violencia por razones de género goza de cabal salud. Muchas son las explicaciones que pueden darse a este fenómeno, pero en el plano simbólico hay una que la novela me provoca. Me refiero a la violación de la ley, a su transgresión constante y sin consecuencias, como la instancia más acabada del machismo heteropatriarcal que ordena a las relaciones de poder en el país.
Si nos detenemos a pensarlo, el violar la ley representa un acto de salvajismo de parte de alguien que tiene el poder para hacerlo. Si pensamos en la gran cantidad de personas asesinadas, de personas desaparecidas, de las víctimas de feminicidio esto salta a la vista; sin embargo, el mismo patrón simbólico existe cuando se generan actos de corrupción sobre los dineros públicos, como el desvío de recursos, el tráfico de influencias o el cohecho: alguien pasa por alto las obligaciones que lo constriñen porque puede y quiere hacerlo sin consecuencia alguna, sin pruritos, tal como lo hacen los hombres que abusan, violan, mutilan y asesinan mujeres.
En otras palabras, la violación a la ley es una conducta claramente misógina y falocéntrica en la que se impone la voluntad de quien transgrede, a pesar de la existencia de restricciones claras y evidentes a que eso suceda.
Si la ley, que representa el límite más severo a la conducta humana, es mancillada a capricho en nuestro país, entonces los límites sociales se desvanecen. En un plano simbólico como el que nos propone Gastón Bachelard en La poética de la ensoñación, la ley es femenina y el impulso a agredirla, desobedecerla y violarla es claramente macha; la ley desaparece, deja de existir en manos de quien la transgrede.
Quizás hacia el futuro, habría que recalibrar el legado machista y aplanador de la Revolución mexicana, de los generales y los caudillos que poseían bestialmente a las mujeres que encontraban, teniendo como única razón su fuerza bruta, brutísima, que no es, como todas y todos sabemos, razón en absoluto. Entender eso, quizás nos permita ver de cuerpo entero al sistema político que surgió de la Revolución, esa engolosinada con los charros beodos, empistolados, con los pavorreales ensombrerados para los cuales no había límites. Esa cultura que, en mala hora, no parece que quiera dejarnos en santa paz.