Columnas
“Durante el juicio contra Echeverría…” me dijo Marcelino mientras llevaba un caballito de vodka a sus labios. Nos había sorprendido la madrugada, como casi siempre, y entraba por la ventana ese airecito mañanero que se mezclaba con el humo de cigarro en la habitación. “Me llamaron a testificar y me hice amigo de uno de los agentes y me dice: “mire”. Me extendió una carpeta con fotos mías. Pero fotos mías yendo al cine, paseando con amigos, tomándome un café en alguna terraza, imágenes de momentos, lugares y personas de los que ya ni me acordaba. Me seguían, todavía me siguen. A más de 40 años del 68”.
A un señor grande de barba blanca larga y semblante malhumorado perpetuo le preguntaron en una reunión de amigos que cuál fue su función durante el movimiento estudiantil y se limitó a responder: “seguridad”. El imprudente joven, intrigado, lanzó otra pregunta a pesar de que la primera no fue muy bien recibida: “¿Y qué era lo que hacía específicamente?” A lo que respondió: “No te lo puedo decir porque nuestros enemigos siguen vivos”.
Ante la vigilancia y persecución que sufrían, y siguen sufriendo, las personas consideradas disidentes o simplemente incómodas para los distintos regímenes autoritarios en el mundo, surgió la necesidad de establecer el derecho a la privacidad como parte de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en donde se dispuso que nadie puede ser objeto de injerencias en su vida privada, su domicilio o su correspondencia. El origen de este derecho es una respuesta a la recabación de datos que hizo el gobierno nazi mediante tarjetas perforadas, técnica ancestral de la computación, para identificar con mayor facilidad a la población judía y gitana. Junto a la privacidad, el artículo 12 de la declaratoria también establece la protección de la reputación, esto es porque tanto en la Alemania nazi como en la U.R.S.S. de Stalin, mediante el miedo, la población se convirtió en informante y denunciaba a sus vecinos de cualquier conducta “sospechosa”.
En la coyuntura actual, ante el avance de la tecnología y el uso extendido de Internet, teléfonos inteligentes y redes sociales, nuestros datos se han visto seriamente comprometidos. Las grandes empresas tecnológicas nos observan constantemente y recaban nuestra información. Durante la comparecencia de Mark Zuckerberg en el senado estadounidense en el año 2018 ante la pregunta de si estaría dispuesto a cambiar el modelo de negocios de Facebook, ahora Meta, en favor de proteger la privacidad individual respondió que no estaba seguro qué significaba eso. “Privacidad”, qué concepto tan extraño. La llamada Big Tech posee una base de datos colosal. Saben a dónde vamos, con quién hablamos y de qué, tienen acceso a nuestras fotos, datos bancarios, datos biométricos, etc. y no se sabe exactamente si se usan solamente con fines publicitarios ni cómo exactamente los protegen porque todo esto, además, resulta en un banquete apetecible para criminales y también para los gobiernos que babean y se relamen los bigotes pensando en hacerse de la información de los que llaman sus adversarios que son, básicamente, defensores de derechos humanos, activistas y periodistas a través de softwares como Pegasus. Es el agente ya no siguiéndonos con sigilo ocultándose detrás de un periódico con agujeros a la altura de los ojos y fotografiándonos mientras vamos por un café sino metido de lleno en ese epicentro de nuestra intimidad que son nuestros teléfonos.
El año pasado tuve la fortuna de participar, junto con una veintena de colegas caricaturistas, en el libro “Batallas, derrotas, victorias, crónicas y trazos de la conquista del derecho a la información en México: a dos décadas”, un recorrido por la historia del derecho a la información a través de textos de especialistas en la materia y de los trazos de los humoristas gráficos mexicanos. En una entrevista que me hicieron a propósito de aquel libro me preguntaron cuál es la relación entre la caricatura y la transparencia a lo que respondí que ambos son ejercicios democráticos. En una democracia sana, el gobierno es transparente y es tolerante a la crítica. Y la caricatura tiene la crítica en su código genético. La caricatura incomoda porque revela la verdad. Deforma para dar forma, es subversiva, exhibe, denuncia, ridiculiza, pero siempre contra quienes ostentan el poder. Es contra el opresor, no contra el oprimido.
Este año, en el mismo tenor del libro anterior, se presentará en el marco de la FIL Guadalajara 2023 una nueva entrega, en la que también participo, que lleva por título: “Revoluciones: protección de datos personales y privacidad en la era digital” que, como el anterior, es coordinado por Laura Lizette Enríquez Rodríguez y auspiciado por Integridad Ciudadana A. C., INFO CDMX, el INAI y un conjunto de organismos garantes de todo el país. Con este libro se cierra un primer círculo, o mejor dicho, un triángulo formado por la transparencia, la protección de datos personales y la caricatura, en cuanto a ejercicio crítico, como elementos imprescindibles de la vida en una democracia sana. Son derechos no dados sino conquistados generaciones atrás y que si no se cuidan, se pierden. Los derechos no se piden, se exigen. Eso lo sabía muy bien la generación del 68.
Jorge Penné es caricaturista en el portal Animal Político y en la revista estadounidense The New Yorker. Twitter e Instagram: @Perrovagabundo @Integridad_AC
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