Un nuevo tiempo para la paz

En medio de las heridas que atraviesan a México, entre ausencias, balas y desigualdades, la esperanza sigue brotando. Soy parte de una generación que no se resigna, que trabaja por un país distinto y que abraza el proyecto de la Cuarta Transformación no sólo como una visión política, sino como un compromiso ético con la vida digna. Hoy, esa esperanza se fortalece con la llegada del Papa León XIV, un hombre que conoce de cerca las realidades de nuestro continente, que no ha vivido de espaldas al dolor de los pueblos de América.

México necesita aliados de paz. No sólo desde las instituciones nacionales, sino también desde aquellos liderazgos morales que tienen el poder de convocar conciencias, de abrir diálogos donde sólo hay muros, de acompañar procesos donde sólo ha habido abandono. Un Papa que sea la continuidad y entienda las entrañas de América Latina puede ser ese faro, esa presencia que no impone, pero acompaña; que no dicta, pero orienta.

Durante mucho tiempo, sectores conservadores utilizaron los símbolos religiosos como herramientas de control, justificando privilegios y reproduciendo silencios cómplices. Hoy, quienes creemos en una transformación profunda del México, vemos con buenos ojos los lideres de las diferentes expresiones religiosas se pronuncien por los pobres, que caminen con las víctimas, que no cierren los ojos ante las violencias que a diario se sigan replicando.

La paz en México no será fruto de la represión ni del endurecimiento que por años se planteó por los malos gobiernos del viejo régimen. La paz verdadera sólo podrá germinar donde florezca la justicia, donde haya condiciones para que todas las personas puedan vivir sin miedo, con acceso al trabajo, a la salud, a la educación y a un entorno sin violencia. Y en ese horizonte, el acompañamiento de voces comprometidas con los derechos humanos y con los pueblos puede marcar la diferencia.

Desde los barrios más golpeados por la violencia —como el mío, Tepito—, hasta las comunidades indígenas que han resistido siglos de despojo, la paz no es un discurso vacío. Es una urgencia. Es una deuda histórica. Es también una esperanza sembrada en la organización, en la resistencia, en el arte, en la fe de quienes no se han rendido.

Celebro, entonces, que el mundo tenga hoy un nuevo líder espiritual con la mirada puesta en el sur global, en sus dolores y en sus luchas. Ojalá que el nuevo pontífice escuche a las madres que buscan a sus hijos, a los jóvenes que huyen de la violencia, a las mujeres que se organizan frente al feminicidio, a las comunidades que siembran maíz y paz frente al avance de las armas y el despojo.

La Cuarta Transformación ha asumido como uno de sus ejes centrales la construcción de un México más justo. Y quienes formamos parte de este proyecto sabemos que ese sueño no se alcanza en solitario. Requiere sumar a todas las voces que anhelan un país distinto. Por eso, confío en que el nuevo Papa pueda ser también un compañero de camino. No como figura de poder, sino como parte de una red de humanidad que lucha por desterrar el miedo, la impunidad y la violencia.

La paz no es una meta abstracta: es el derecho a una vida que valga la pena vivirse. Es el anhelo de abrazar sin temor, de caminar sin ser perseguidos, de construir sin que nos derriben. México merece esa paz. Y yo, como mujer, como tepiteña, como legisladora de la 4T, seguiré trabajando por ella, junto a quienes no se cansan de sembrar futuro en medio del dolor.

María Rosete