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Saturnino Entre Dos Mundos

Saturnino Entre Dos Mundos

Suplemento viernes 02 de noviembre de 2018 -

IDALIA SAUTTO

Saturnino Herrán murió en el cruce de dos épocas. El arte moderno como lo conoceríamos apenas nacía. Diego Rivera exploraba el cubismo. Orozco inauguraba su primera exposición como artista y había pasado de las acuarelas al fresco, los hermanos Flores Magón están presos en California y José Vasconcelos en el exilio. Saturnino Herrán muere en esa transición.

El nombre “Sautrnino Herrán” aparece en 85,400 resultados en una búsqueda de Google. En el catálogo de la Biblioteca Vasconcelos el nombre de Herrán está asociado a siete libros: dos investigaciones, dos biografías, dos libros de poemas y un libro cuya portada diseñó el pintor.

▶ Saturnino Herrán llegó de Aguascalientes a la ciudad de México a principios del siglo XX. Su padre era escritor, dramaturgo, inventor, diputado local, profesor y contaba con los recursos para que su hijo se dedicara al arte o a cualquier disciplina que eligiera. Al llegar a la ciudad de México e instalarse en el Centro Histórico, se suscribió a seis revistas de corte internacional que funcionaron como una ventana del panorama de ese momento. Rechazó dos becas para estudiar al extranjero debido a la Revolución.

Se ha repetido lo dicho por Adriana Zapett Tapia; según ella, él renunció a las becas “para no abandonar a su madre”, afirmación cursi y romántica, sobre todo errónea. Herrán necesitaba crear en México y no marcharse como el resto. Desde muy joven y, a diferencia de artistas de clase media alta que enaltecían la cultura europea, la posición de Saturnino fue de admiración a la cultura mexicana; su predilección revelaba su orgullo de pertenencia y la convicción de que el país era el mejor de los mundos posibles; en sus palabras: “esta civilización no le pide nada a nadie”.

Hay cinco temáticas en las que se podría dividir la obra de Herrán: a) el trabajo, b), los desposeídos, c) los retratos, d), la identidad y e) los estudios realizados en carbón y lápiz. Siendo alumno, Saturnino fue nombrado maestro en la Academia, mientras diseñaba para revistas y suplementos culturales en México. Durante esos años creó la identidad editorial para la colección Sepan Cuantos… de Porrúa. Durante esos años, la imagen que precede a los títulos es la del casco del Guerrero Águila y su perfil azteca. En esa época fue alumno de Antonio Fabrés, pintor catalán proveniente de la escuela de Velázquez que enseñaba a pintar casi fotográficamente al modelo. Ser lo más realista posible fue también un valor que perdió la pintura en estas primeras décadas del siglo XX, ya que la fotografía comenzaba a tomar ese lugar mientras la pintura se volvía más material y de pigmento que realidad, más abstracción del cuerpo que perfección. Saturnino Herrán fue miembro del Ateneo de la Juventud. Los jóvenes pintores de ese momento editaron Savia Moderna, donde proclamaban: “¡Momias a sus sepulcros! ¡Abran el paso!”

La gráfica de Saturnino la podemos ver en las portadas de la Revista Pegaso, La Nave, El Universal Ilustrado y Gladios. Hizo ilustraciones para los poemas de López Velarde, Maeterlinck, Lugones y Díaz Mirón. López Velarde lo recuerda inteligente, intolerante a la crítica, sensual, entregado a los brazos palpables de la vida, enamorado de la ciudad de México, de humor agudo, falto de vanidad y sobrado de orgullo. Justino Fernández señala que Herrán no demostró prejuicios en el sentido racial ni en el social. Fausto Ramírez dice que la visión de Herrán sobre el mexicano es, contradictoriamente, la de un ser inherente, pasivo, resignado, sometido a una ciega fatalidad, y que sus personajes se cubren los ojos con las manos para no mirar lo que hay delante de sí.

Saturnino nunca tuvo una exposición individual en vida. Pero la primera colectiva fue en 1906, organizada por Savia Moderna, y en que a su vez se expuso obra de Joaquín Clausell y Diego Rivera. En conjunto estas obras daban una visión de lo nacional. Pero la pregunta intrínseca a resolver era: ¿qué es lo nacional? Y en todo caso ¿qué mexicano es el representado?

Durante estos años se descubren los murales prehispánicos en Teotihuacán. Herrán trabajó como dibujante en la Inspección de Monumentos Arqueológicos, copió y realizó estudios sobre los frescos recién descubiertos. Ahora sólo podemos acceder a esas obras por los esbozos y dibujos de Herrán, cuyos estudios sirvieron de referente para realizar sus aproximaciones mesoamericanas.

Para los historiadores del arte del siglo XX, la obra que marcó el inicio del trabajo de Saturnino Herrán como pintor fue la apología del esfuerzo que hizo en la obra Labor de 1908, también llamada El trabajo. Herrán (1887-1918) fue contemporáneo de Diego Rivera, Siqueiros y Orozco, pintores que también nacieron en la década del ochenta del siglo xix. Curiosamente, somos la generación de los ochentas del siglo XX la que voltea la mirada para entender a esos artistas que marcaron los muros de nuestras escuelas, renovaron las revistas y generaron un sentido de nacionalismo que aún se ve en los libros de texto.

Las acuarelas que hizo Saturnino sobre las iglesias barrocas del siglo XVIII o la Catedral Metropolitana, hacen que exista un contexto en el horizonte de algunos de sus retratos. También esa arquitectura es el espacio en el que podemos reconocernos, como individuos de la historia y como habitantes de un pasado que también nos interpela.

El desdibujamiento, el trazo libre y la frontera entre el dibujo y la pintura son pasos que Saturnino descubriría hacia los últimos años de su vida pero que dejan constancia de que esa transformación estaba ya en camino. El autorretrato a lápiz y carbón observa a los ojos al espectador. Una calavera está detrás de él y la cuenca de su ojo también nos mira. Es 1917. Saturnino se dibuja con cabello corto y cara afeitada. Su cara es alargada. Lo describen “alto, delgado y un poco encorvado”. Saturnino vivía y tenía su estudio en la calle de Mesones.

Los datos duros dicen que Saturnino Herrán murió en la Ciudad de México a los 31 años, de una “rara” enfermedad, otros utilizan el adjetivo “terrible”. Era 1918 y la Revolución marcaba su fin. Quizá es verdad que Saturnino representa su muerte en palabras y gráfica.

Durante el XX, México tenía una gran necesidad de consolidarse como nación, pero sobre todo de representar quién es el mexicano, la persona de carne y hueso. Los rostros que entrega Herrán recorren las edades y estratos de la sociedad.

Desde la chinampa que lleva flores al camposanto hasta la mujer semidesnuda posando una mantilla; el rostro de una anciana, el de una niña, el de los hombres trabajando y el de la gráfica estilizada art nouveau para las revistas ilustradas. Los ciegos, El de San Luis, El bebedor, Comadre, cuando me muera, son obras que muestran la alegoría de la juventud pasajera, la vejez y la identidad de la sociedad. La pregunta ¿qué es lo mexicano? culminó en 1950 con El laberinto de la soledad de Octavio Paz. Saturnino desde 1917 dibujaba aquello que Paz expresaría: “la nación mexicana es el proyecto de la minoría que impone un esquema al resto de la población, en contra de otra minoría activamente tradicional”.

Herrán representó a las minorías pero también los retratos de sus amigos y vecinos en un momento en que México no podía verse a sí mismo. Saturnino venía de una familia liberal que le permitió no tener que adscribirse a las etiquetas de esa época: indigenistas o hispanistas.

La cultura en México en estas dos primeras décadas del siglo XX se divide por una parte en la culminación del Porfiriato con la celebración del centenario de la Independencia en 1910 y con el estallido de la Revolución; como cualquier ruptura coexisten en los ánimos de la sociedad. Saturnino entró en medio de esos dos mundos sin permanecer plenamente a ninguno porque nunca pudo ver el resultado del cambio que tendría el país. Murió cuando el México estaba dividido y no cuando ese México se pacificó y las políticas culturales se difuminaron en una gama de grises.

Justino Fernández describe a Saturnino como el pintor que encontró “la expresión capaz de pintarnos sin disfraces”. Y cuando Justino asume su persona en la palabra “pintarnos [a nosotros]” y no pintar al indígena o al revolucionario que marca la diferencia con “el otro”, afirma que Saturnino mostraba un rostro mexicano que no es hispanista ni indigenista; se asume como parte del mestizaje, a secas, sin adjetivos.

Tres décadas separan los estudios que hizo Justino Fernández de las investigaciones realizadas por Fausto Ramírez. En esta nueva revisión se cumplían cien años del natalicio de Herrán. Ramírez se percata de que la obra de Saturnino (a excepción de un óleo) se encuentra en Aguascalientes y sólo viajando a esta ciudad podrá investigar más. Críticos que han estudiado a Herrán lo han descrito como “el más mexicano de los pintores y el más pintor de los mexicanos”. Él debería ser descrito con una frase que evoque algo más que un lugar común de curadores e historiadores.

Águila, quetzal y gallo. Bugambilias y floripondios. Uvas, mangos, Coatlicue y Cristo. Santa Teresa la Antigua, dos volcanes, una criolla, una tehuana y una pareja de ancianos ciegos. Estos motivos que podemos encontrar en la pintura de Herrán. Nombran pero no expresan. Hay que observar la obra, ninguna palabra podrá conmover el trazo, la línea y la perspectiva que tendremos frente a la mirada.

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