Columnas
La serie Adolescencia (2025), recientemente estrenada en Netflix, ha generado un fuerte impacto mediático y social, no solo por la intensidad de su narrativa, sino por la complejidad del tema que aborda: la violencia en la adolescencia. Este producto audiovisual abre una ventana de reflexión profunda sobre los desafíos que enfrentan los jóvenes en la actualidad, no solo en sus relaciones interpersonales, sino también en su interacción con las instituciones y en el contexto de un entorno altamente tecnologizado.
En ese sentido, la miniserie invita a la reflexión y se convierte en una oportunidad para repensar políticas públicas que aborden con mayor sensibilidad y eficacia los conflictos que emergen en esta etapa de la vida.
La historia gira en torno a Jamie, un adolescente de trece años acusado de homicidio. A lo largo de cuatro episodios, la serie retrata de forma cruda el proceso legal al que es sometido: desde su detención hasta la etapa previa al juicio, incluyendo los interrogatorios, las sesiones con psicólogos, y la vivencia de su familia ante el desconcierto y el dolor. Una de las preguntas centrales que plantea la serie —y que permanece sin una respuesta definitiva— es: ¿qué llevó a Jamie a cometer ese crimen? Este interrogante invita a cuestionar no solo la conducta individual del menor, sino también las condiciones sociales, emocionales y tecnológicas que lo rodean.
Narrativamente, la serie deja varios cabos sueltos: el destino del arma homicida, el papel de los amigos de Jamie, y otras piezas que conforman un rompecabezas que el espectador debe reconstruir. Sin embargo, esta fragmentación no es un descuido, sino un recurso que remite a la incertidumbre real que enfrentan muchos casos similares en la vida cotidiana, en los que el contexto suele ser más determinante que el acto mismo.
Adolescencia pone el foco en las redes sociales como un nuevo campo de batalla emocional: códigos digitales, lenguaje de emojis, publicaciones que se viralizan y que pueden servir como herramientas de exclusión, burla o violencia simbólica. La desconexión entre adultos y jóvenes se evidencia en detalles tan aparentemente simples como el desconocimiento del significado de un emoji, lo cual genera un abismo de comprensión entre generaciones.
Asimismo, la serie visibiliza la frialdad institucional con la que se trata a un menor acusado de un crimen. El menor es tratado como un adulto, sin un análisis de fondo que permita entender las motivaciones detrás de su conducta. Las instituciones escolares también son retratadas como espacios que han perdido su vocación pedagógica y se han transformado en lugares de control y contención, donde el vínculo humano y el acompañamiento emocional son prácticamente inexistentes.
Uno de los mensajes más potentes de la miniserie es la persistente falta de comunicación y entendimiento. Esta se manifiesta en los investigadores del caso, incapaces de empatizar con la complejidad emocional de los adolescentes; en los mismos jóvenes, que no encuentran canales seguros para expresar lo que sienten; y en las instituciones educativas, que operan bajo lógicas disciplinarias obsoletas, incapaces de adaptarse a las nuevas formas de socialización digital.
Hacia el final de la serie, uno de los momentos más reflexivos ocurre cuando los padres de Jamie se preguntan en qué fallaron. El espectador descubre que Jamie a pesar de parecer un niño "normal", era víctima constante de acoso escolar, un fenómeno muchas veces invisible pero profundamente destructivo. Este giro obliga a cuestionar la idea de que los actos violentos emergen de la nada o de personalidades inherentemente agresivas, y llama a observar los entornos de socialización, las experiencias traumáticas y los vacíos institucionales.
Por supuesto, la discusión no es sencilla. Algunas respuestas simplistas —como prohibir el uso de redes sociales o responsabilizar exclusivamente a los padres— tienden a eludir el análisis estructural del problema. Aunque la supervisión adulta es fundamental, no se puede reducir toda la responsabilidad al ámbito familiar. La solución exige una visión integral que incluya políticas públicas, programas educativos, herramientas institucionales y una reflexión social amplia sobre el tipo de entorno que estamos construyendo para las nuevas generaciones.
En este contexto, Adolescencia se convierte en un insumo pedagógico y de política pública. Su mayor acierto es abrir el debate sobre cómo educar a los jóvenes en un mundo hiperdigitalizado, donde la gestión emocional, la alfabetización digital y la convivencia deben ser ejes prioritarios en las escuelas. No se trata solo de limitar el uso de dispositivos, sino de enseñar a convivir en entornos tecnológicos.
Finalmente, Adolescencia puede ser el punto de partida para diseñar políticas de intervención focalizadas en salud mental juvenil, regulación del entorno digital, fortalecimiento institucional y promoción de espacios educativos realmente inclusivos. En un momento en el que la violencia entre adolescentes crece y se transforma, mirar con atención estas narrativas puede ayudarnos a entender, prevenir y actuar.
Iván Arrazola es analista político y colaborador de Integridad Ciudadana A. C. @ivarrcor @integridad_AC