Una vez más,a “La pared”, “Negro”, “Pelón” y “Pikoto”,
con reconocimiento y gratitud.
A quienes hoy nos faltan porque,
a la hora decisiva,
no nos faltaron.
“Aquel que no conoce su historia está condenado a repetirla”. La frase, atribuida lo mismo a Napoleón Bonaparte que al filósofo español Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana, y que puede leerse en el acceso al bloque número 4 de lo que fuera el campo de concentración de Auschwitz, debiera ser recordatorio permanente para quienes ejercen el poder y toman decisiones en seguridad pública.
No hace mucho, el Estado Mexicano libraba una batalla contra el crimen organizado en Michoacán. Un grupo delincuencial, influenciado por la Cosa Nostra, emprendía una “cruzada” para ganar adeptos bajo el valor -tergiversado- de la figura de “La Familia”. Su proceso de escisión retorcería aún más su misión, recurriendo a fundamentos de la Edad Media y los “Caballeros Templarios” como forma de adoctrinamiento para engrosar sus filas y ejercer control.
La ascendencia de este grupo en algunos municipios, particularmente aquellos olvidados por autoridades estatales y federales, creció a la par de la violencia que ejercían para consolidar su plan de negocios ilícitos consistente en traficar drogas, extorsionar, secuestrar, asesinar y desaparecer personas. No hace falta contar los muertos para comprender las economías del crimen organizado, pues son el elemento menos indicativo de su poder real, “pero son la huella más visible y la que consigue hacer razonar con el estómago de forma inmediata”, [Saviano, 2009].
Quienes aún duden de la necesidad de un combate frontal a la delincuencia organizada, tienen mucho que estudiar sobre los efectos nocivos que genera el afán expansionista de malandrines empoderados.
Michoacán vuelve a ser noticia y no por su enorme riqueza natural e invaluable patrimonio cultural, sino porque un grupo de bellacos reclaman como propia parte de su territorio, mientras desde el gobierno se apuesta por un llamado a la reconciliación de sus almas con la civilidad. En tanto eso sucede, Fuerzas Armadas y Guardia Nacional son violentadas y ofendidas de forma injusta.
Los medios han resaltado el hecho de que muchos bribones que ejercen dominio en la zona muestran sin pudor su rostro. No es novedad. Sucedió en el pasado y dicha osadía hizo que el brazo de la justica los alcance.
Uno de esos trúhanes se llama Servando Gómez Martínez, apodado “La Tuta”. Su negocio era el mismo que -nuevamente- está en disputa por otra generación de gañanes. El 13 de julio de 2009, Servando y otros criminales privaron de la vida a 11 hombres y una mujer, jóvenes policías federales, que le daban seguimiento.
Servando cruzó la línea del comportamiento habitual de las cabezas del crimen. Se hizo mediático y popular. Daba entrevistas a prensa local e internacional; protagonizó reportajes en donde se le observaba repartir dinero y hacer promesas; se placeaba cual candidato en campaña. Extorsionaba lo mismo minas que productores de limón y aguacate; movía cantidades importantes de droga sintética, secuestraba y asesinaba. Sentó a la mesa a integrantes del gobierno local para fijar reglas. La captura del Estado en pleno.
Fue detenido por policías federales pertenecientes a la División Antidrogas, la misma a la que pertenecían los 12 asesinados de 2009, en un operativo guiado por las mejores prácticas de Inteligencia. Fue procesado y sentenciado.
Claudicar en el combate a la delincuencia organizada trae secuelas ominosas. Aguililla es una muestra. Michoacán y el país no merecen perder espacios a manos de la delincuencia organizada.
Por quienes ofrendaron la vida, por sus familias y la salud del Estado, se debe combatir la amnesia michoacana.