Luis Monteagudo
Las universidades fueron fundadas con un objetivo: la constitución de un personal laico efectivo que desarrollara habilidades fundamentales en el estudio del pensamiento, la salud y la administración: Filósofos; Médicos y Abogados, históricamente mantuvieron el imperio humanístico sintetizado en las figuras estudiadas de Aristóteles; Hipócrates y Cicerón, que conjugaron por siglos el patrimonio intelectual que erigiría la noción de un gobierno profesionalizado que ya no dependiera ni de aprendices, ni necesariamente de religiosos.
La era moderna es un mundo de desencantos radicales: el fin del universo geocéntrico; la incredulidad de las viejas instituciones medievales y el fin de una comprensión metafísica de la vida que ya no podía dar explicaciones a los retos de un cosmos que se hacía más extenso, a la par que la recuperación de los grecolatinos, vía la tradición árabe, ampliaba el horizonte de comprensión de un Occidente que se transformó en esa sociedad pragmática de la que la política sería uno de sus más perfectos logros. Nuestra política hereda el pensamiento clásico y se fundirá en la moderna ciencia a través del surgimiento de la teoría contractualista.
Filósofos, teólogos, abogados, y modernamente, sociólogos, politólogos, y demás amantes del conocimiento político, hemos madurado estudiando las teorías de Hobbes, Locke, Rousseau o Kant, que construyeron el lenguaje de la ciencia política para dejar en claro que ninguna forma de gobierno sería legítima, sin tomar en cuenta la aprobación social. Hasta Hobbes, pese a su postura absolutista, fundamentando la teoría del estado de naturaleza, asume que el origen de todo gobierno se da en la fuerza inminente y originaria de las personas.
Sin negar jamás lo que es producto de nuestro desarrollo político que ha centrado los principios de la legitimidad en la sociedad, también hay que distinguir claramente una cosa, y es que ese poder no significa nada si no cuenta con un personal especializado capaz de administrar efectivamente los recursos de todo ese conjunto social, diferenciado por sus respectivas actividades y roles, y donde no todos pueden dedicarse a la administración de los recursos.
Max Weber será el estudioso de la burocracia, el que nos remite a esa formación especializada en las universidades de donde salimos aquellos que en algún momento debemos administrar los fondos de la sociedad con responsabilidad, eficacia y honorabilidad. Y es allí donde se concientiza ese principio que garantiza, además de la eficacia, la lealtad del personal al gobierno en turno: el salario. Si no se le paga a los formados para las responsabilidades públicas, el colapso del sistema y sus figuras se convierte en la pesadilla de todo sistema político