La inconformidad de la sociedad contra la rutinaria forma de gobernar en México pudo cambiar en 2000, cuando otro partido diferente al PRI llegó a la Presidencia, pero lejos de concretar una transformación repitieron prácticas que sólo unificó criterios contra la clase política. Rechazo que rebasa las siglas y los colores de los partidos políticos.
Buena parte de las crisis políticas se deben a la inercia tradicional de los gobernantes, de la que mucha gente quiere deshacerse o transformar. En la otra parte se ubica la reiteración de disposiciones y la repetición de prácticas que le otorgan seguridad a la gente ante el peligro que les representan los cambios.
Los cambios políticos inician con la inconformidad social, el rechazo a la reiteración de conductas, de personas en los cargos, de prácticas, etc. La disidencia impulsa transformaciones y los gobiernos las concretan. La lucha entre lo nuevo y lo viejo se desarrolla en la opinión pública, en la calle, en las manifestaciones sociales auténticas, expresiones que deben ser escuchadas para mantener vivo el cambio constante, ejercicio que sería ideal en toda democracia.
El cambio democrático debe centrarse en un círculo virtuoso de generación de ideas desde el pueblo adoptadas por el ejercicio de gobierno y que al legitimarse y aprobarse sean lanzadas de nuevo a la población, para su transformación. En una representación indirecta, la triangulación entre sociedad y gobierno tiene un intermediario, que la mayoría de las veces n o sólo estorba a la democracia, sino que la daña, que es el partido político, cuando se antepone el interés del partido a la voluntad de la sociedad, la representación se distorsiona y se reduce a consigna.
En el ejercicio legislativo de México impera la consigna antes que la representación, así se dio a conocer en la discusión por el prepuesto del próximo año en la Cámara de Diputados y se mostrará en el debate sobre la reforma eléctrica. Este espacio actualmente es un agujero negro entre la voluntad popular y la decisión de gobierno donde se crea la fama de que todos los políticos son iguales.
No lo son sólo por continuar políticas o reiterar su defensa a ultranza a los ricos o a los pobres, sino a esa uniformidad de criterios que desgastan a la clase política ya todos los partidos en general. La visión generalizada radica en que no son los mismos cuando están en campaña que cuando ejercen el cargo. Hay una especie de esquizofrenia que los hace no sólo distintos a sí mismos sino contrarios.
En el discurso se pelean prácticamente todos los días dos frases: “No somos iguales” y “Todos los políticos son iguales”. Con más o menos palabras, la lucha radica en dos reiteradas frases que pueden cambiar el rumbo de la historia.