Columnas
La reelección de Donald Trump, a pesar de haber sido procesado penalmente, no es en una anomalía, sino la confirmación de un complejo fenómeno: el poder no se somete a la ley, la doble moral es un principio rector en la política, y la impunidad es norma para quienes saben manipular el discurso del miedo y la victimización. No se trata de si Trump es culpable o no; su regreso al poder demuestra que, en la lucha política, incluso el crimen es una herramienta más.
Trump transformó todas las acusaciones en su contra en una “fuente de resistencia”. No importa lo abrumador de la evidencia: su estrategia no fue defenderse con argumentos legales, sino politizar su persecución; y convertir su historial en una prueba de que el sistema estaba en su contra. En criminología, este mecanismo se conoce como victimización estratégica y se da cuando el acusado tiene suficiente influencia para redefinir la narrativa y hacer que todoparezca un acto de persecución política.
El hecho de que este discurso haya funcionado, revela algo aún más preocupante que su propia conducta: la realidad de una sociedad que, en su desesperación por certezas, y por la pobreza y las desigualdades, tolera la criminalidad, siempre que venga envuelta en “la retórica adecuada”.
El regreso de Trump significa también la consolidación de un viejo truco: endurecer las penas para los enemigos y flexibilizar las reglas para los aliados. Su discurso de “ley y orden” nunca fue sobre justicia, sino sobre poder, y particularmente, de su poder: castigar a los migrantes, criminalizar a sus opositores, militarizar la seguridad, pero, al mismo tiempo, desestimar sus propias transgresiones.
Desde la criminología del control social, este patrón es claro: el poder no responde ante la justicia; la moldea: de este modo, si algo deja claro la reelección de Trump es que el crimen ya no es un impedimento para el poder, sino un elemento más del juego. Si antes se esperaba que los políticos al menos fingieran un compromiso con la legalidad, ahora pueden enfrentar procesos penales y, con la estrategia correcta, utilizarlos como trampolín electoral.
Desde la criminología crítica, esto representa un problema mayor: la normalización de la criminalidad en la política no solo implica que las élites pueden violar la ley sin consecuencias, sino que redefine la relación entre justicia y ciudadanía. En efecto, Trump no solo desafió a la justicia; la venció, y lo peor: lo hizo en el marco institucional democrático de derecho que rige a los EEUU.
En el proceso, ha demostrado que la política ya no es solo una cuestión de legalidad, sino de narrativa. En el futuro, enfrentar cargos penales podría ya no ser una vergüenza para un político, sino una oportunidad. Si el crimen ha dejado de ser un obstáculo para gobernar, la pregunta ya no es si las democracias pueden sobrevivir a líderes como Trump, sino si pueden sobrevivir en un mundo donde al parecer la justicia ha dejado de importar.
Investigador del PUED-UNAM