Por Luis Alberto Monteagudo Ochoa
Acotar el Poder del Ejecutivo ha sido motivo de sendas reflexiones de la filosofía política. Tradicionalmente, una noción que podemos definir como “patriarcal”, refiere a la ostentación del poder como atributo intrínseco de la persona: por su sangre, por su género, por su edad, por su clase social, por su religión, etc…, posee el poder por ser él, y no le puede ser negado.
La racionalización del poder, cuando justamente esos principios innatos que le concedían al poder patriarcal legitimidad, caen en desgracia, ante la innegable realidad de la pluralidad de la población, en un inicio por materia religiosa entre los siglos XVI y XVII, obligaron a que los recursos legitimatorios fueran la sola legalidad y solamente a través de ella se establecieran los presupuestos que delimitaran su actividad, ante los eventos de violencia que incluso a los propios gobernantes los responsabilizaba de hechos que jamás fueron la envidia de nadie: masacres, pobreza, crueldad.
La ley civil reformulada en los planteamientos del contractualismo político, tanto en Hobbes como en Locke, pretende crear una organización perfectamente racionalizada; ellos saben los costos de las malas decisiones y de los malos gobernantes, y aunque con visiones distintas de un absolutista o de un liberal, ambos no quieren arriesgarse a apostar por unipersonalismos costosos.
América Latina quedó completamente acaparada por eso que Tocqueville denominó como “obra de arte”, pero que, sin embargo, solamente puede darse en el lugar donde la constitución democrática de Estados Unidos nació, pues la historia de otras sociedades —algo que no entendieron del todo los padres de las constituciones latinoamericanas—, las obligaba a reflexionar sobre instituciones en donde el peligro del patriarcado se encontraba culturalmente arraigado. El gobernante paterno, carismático, gustoso de las miradas populares, dadivoso y “chistoso” forman parte del curioso compendio de tiranuelos latinoamericanos desde siempre.
La característica de la Constitución estadounidense es su famosa concesión de un Poder Ejecutivo fuerte, centrado en la figura de un titular único del Ejecutivo, como el presidente que tenía como misión evitar la destrucción de la Unión, contrario al fuerte poder de los monarcas en Europa, que había que fragmentar, dividiendo la titularidad entre en jefe de estado, y otro de gobierno, que rinde cuentas al parlamento y en cualquier momento se le puede destituir, por más y que en el presidencialismo un juicio político jamás ha garantizado evitar patriarcas al frente del Ejecutivo.
La concentración del poder presidencial, su plena voluntad para acaparar incluso el Congreso, lo vuelve prácticamente omnipotente, con capacidad de cambiar constituciones al antojo de sus más locas pretensiones, y que en buena medida explican el fracaso centenario de las democracias latinoamericanas, carentes de la fortaleza institucional estadounidense, y carente de la bicefálica titularidad de un Ejecutivo mucho más débil, pero mayormente eficiente.