Columnas
Estoy seguro de que en México vivimos una época necesitada de inteligencia política, sobre todo, si se tiene la sospecha, como yo la tengo, de que el arte de la alquimia ha venido transmutando de manera impúdica los elementos conformantes del Estado, gobierno y sociedad, para situarnos en un campo que disuelve aquellas certezas de nuestras democracias constitucionales que hace apenas 24 años creíamos absolutamente sólidas.
Hoy pueden comprobarse los fatales efectos que produce la disociación entre pensamiento político y realidad práctica, y el mejor ejemplo de ello es que durante estos meses que se ha hablado -no se ha debatido- intensamente sobre la llamada “reforma judicial”, dejando prácticamente fuera de la reflexión el funcionamiento del amparo como elemento sustantivo del acceso a la justicia para la defensa de los derechos humanos en México y sus resultados como pretendido recurso efectivo.
Traigo aquí este elemental recordatorio, no porque los aspectos orgánicos del Poder Judicial de la Federación que han sido ya ampliamente abordados no sean muy relevantes -de hecho, se trata de una modificación refundacional de este poder-, sino porque ninguna reforma relacionada con el acceso a la justicia puede ser considerada como tal sin tocar la estructura, diseño y funcionamiento del medio a través del cual se logra la defensa de los derechos humanos. Esta es, hasta donde entiendo, la aunténtica causa por la cual la justicia federal en México está en una profunda deuda con la sociedad mexicana.
Los censos nacionales de impartición de justicia del INEGI correspondiente a los años 2019, 2020, 2021 y 2022, reflejan la bajísima eficacia del amparo en México. Tratándose del amparo contra sentencias de tribunales civiles, administrativos, penales o laborales, del total de juicios presentados,en promedio, el 52.6% fueron desestimados —sobreseimiento o negativa de amparo— y solamente se obtuvo sentencia favorable en el 32.8% de los casos. Respecto del amparo contra leyes y actos de autoridades distintas a los tribunales, la cifra es más dramática. Del total de juicios, en promedio de todos estos años el 47.3% fueron desestimados —sobreseimiento o negativa de amparo— y solamente se lograron sentencias a favor en un 15.9%.
Por sí solos estos datos no revelan nada, sino hasta que hacemos un cruce con los datos del índice global 2023 sobre Estado de Derecho de World Justice Project, que coloca nuestro país en el lugar 116 de 142 a nivel mundial, y en el sitio 27 de 32 de los países de América Latina y el Caribe, es decir, en los últimos lugares a nivel regional. Bajo este panorama, entonces sí cabe preguntarnos ¿cómo es posible tener índices de protección tan bajos en el amparo? Este bajo nivel de eficacia en la protección constitucional de los derechos humanos sería perfectamente asimilable si en vez deocupar el lugar que tenemos en el índice de Estado de Derecho, nos encontráramos entre los primeros 10 sitios, pues ello reflejaría un alto estandar en el cumplimiento del sistema jurídico. En cambio, si ante un bajo índice de apego al Estado de Derecho los órganos de amparo desestiman de manera preponderante las demandas para anular actos irregulares, resulta claro que el amparo no está operando como un recurso efectivo. Detectar esas causas y corregirlas debería ser el objetivo central de la reforma de acceso a la justicia.
Obiter dicta.
El corazón de la reforma ha quedado en el olvido, que alguien vaya por él.