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El lenguaje presidencial

El lenguaje presidencial

Columnas viernes 19 de junio de 2020 -

El lenguaje ostenta una dinámica que le es propia, en vista de su carácter dinámico. Se pueden creer ciertas palabras, descreerlas, censurarlas y odiarlas: el lenguaje es dinámico. Es fundamental apelar al contexto donde se manifiestan, comprendiendo estados emocionales y predisposiciones que influyan en la voluntad para dar crédito o hartarse. T. Hobbes, el gran filósofo británico, sabía muy bien sobre el uso del lenguaje, y sus consecuencias.

Las palabras son un contenedor de información, han permitido al ser humano acumular experiencias de generaciones pasadas, congregando un arsenal impresionante de conocimientos que nos han hecho la especie predominante. La información contenida, entre otras cosas, nos advierte sobre cuestiones importantes para nuestra sobrevivencia, como ofrecernos la conciencia de dotarnos de los recursos básicos para evitar su carencia, con las consecuencias que nos significarían: la muerte. A evitar la muerte, Hobbes, le llamará “bien”, y “mal”, a aquello que nos ponga en riesgo. La búsqueda de este bien primigenio, motivará al ser humano a garantizarse seguridad en un entorno amenazante, y ni más ni menos será el fundamento natural de estado-nación moderno. Los miembros de la comunidad política nos damos un gobierno para evitar el riesgo de morir a manos de un congénere, el lenguaje, cuando apelamos al término “violencia”, nos conduce a nosotros mismos, y por eso nos protegemos creando leyes y un administrador supremo que las imponga: el gobierno civil.

La teoría contractualista hobbesiana discurre tanto entre nociones lingüísticas, porque sabe el significado del término violencia: una palabra mal dicha, puede tener consecuencias cuyos alcances resultan indefinidos para el que los proclama, provocando reacciones de malestar generalizadas que pueden terminar por agredir a quienes menos se espera. Parte de una buena educación, siempre ha sido saber hablar, tan importante como saber qué no decir. No es simple cosa de hipocresía, es incluso una manera de sobrevivencia ante el miedo a una reacción violenta.

El enojo de la Dra. Müller, esposa del presidente de la República, por un sobrenombre cacofónico a su hijo, es perfectamente entendible, como lo podría ser el de cualquier madre defendiendo a su hijo. Cuando se mueven los hilos del poder para censurar al perpetrador del insulto, la cosa deja de ser personal, y se convierte en un asunto de Estado. La señora hizo de una burla soez un asunto público, en una metáfora que su marido varias veces ha protagonizado, pues si alguien ha utilizado la suprema magistratura para calumniar, difamar y violentar a quién no le gusta, es el Sr. López Obrador, aludiendo a su derecho de réplica, y olvidando su responsabilidad léxica. El lenguaje, en su dinámica, tiene la peculiaridad de levantar oleajes en el océano de la opinión pública, más cuando siendo el provocador, se termina tragando sus propios insultos.



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