Columnas
La verdad es la verdad, la diga quien la diga. O al menos eso ocurriría en un mundo ideal, en el sentido más platónico del término. Pero en el nuestro, y especialmente en la posmodernidad vergonzante, importa tanto el mensajero como el mensaje; y de hecho, en la efervescencia política, el mensaje es lo de menos. Por eso, en la discusión de las ideas, la autoridad moral del acusador o del acusado, deberían ser irrelevantes, pero son determinantes para ganar o perder la narrativa de cualquier historia mediática. Como ha dicho E. Pérez Mauricio, en una frase hoy famosa, “aquí nos tocó vivir”. Y es precisamente la dichosa autoridad moral, entendida como una especie de pureza ideológica convenenciera y olvidadiza, que además le juega al pobrecito en público, lo que más gusta al electorado mexicano, porque es, por encima de todas las cosas, resentido.
Los políticos lo saben, y por eso juegan relativamente bien el juego de la simulación y el encubrimiento mutuo, incluso entre rivales partidistas: “yo te escondo tus porquerías, tú me escondes las mías; yo me hago de la vista gorda con tus inútiles y paracaidistas, y tú tampoco denuncias a los míos”. Esa civilidad cínica entre adversarios políticos es más común de lo que se cree, y aunque se dediquen a insultarse todos los días desde la tribuna o el micrófono banquetero, hay muertos en el closet que simplemente no se tocan.
Por eso extraña y divierte que, de entre todos los personajes de las primeras temporadas de la serie, sea precisamente Ernesto Zedillo quien se erigiera como el último bastión de la supuesta democracia y la institucionalidad mexicana, que tan bien consolidadas estaban, según él. Cierto es que lo que se le pueda reprochar al ex presidente no le agrega ni un ápice de educación a Noroña, ni un gramo de eficiencia a la refinería de Dos Bocas. Pero sí hay mucho que reprocharle. Y no es un tema de autoridá (así, sin d) moral, sino de cálculo político, porque el sucesor de Salinas fue quien metió a México en la última de las grandes crisis económicas sexenales, algunos de sus efectos aún estamos pagando ahora, literalmente, porque parte de lo que nos retienen de I.S.R. y pagamos de IVA, se va a pagar la deuda adquirida por él y por el impresentable de López Portillo, el primero por incompetente, y el segundo por sus delirios timocráticos.
Hace pocos años comenzó a hacerse pública cierta información relacionada con el FOBAPROA. No causó demasiado ruido, porque el país hace mucho que estaba en otra cosa y se hablaba de ello como de las leyendas inmorales de un tatarabuelo; como una referencia lejana, sin mayor interés para los vivos. Pero ahí nos enteramos, entre otras cosas, que el cuento de que se salvó a los ahorradores de la irresponsabilidad de los banqueros (que ya es suficientemente malo) no fue tan cierto, y que el número de beneficiarios principales del rescate billonario no excedía de 150. Pérdidas de pocos que se socializaron y se siguen pagando por todos. El servicio de la deuda, que representa un gasto enorme en el presupuesto gubernamental, impide que ese dinero se gaste en otra cosa, desde hospitales, escuelas públicas, mejores policías o, hasta en la lógica clientelar, en más apoyos y transferencias económicas para el bienestar de quien sea. El daño es costoso, es actual, y es injusto. Y esa se la tiene que tragar Zedillo entera, nada de que el innombrable no sé qué.
Como cereza del pastel, las tasas de interés subieron de 14% a 103%, el precio de los energéticos subió 35% por decreto presidencial, y el peso se devaluó 300%. Todo lo anterior, en los primeros 90 días de su gobierno. Si eso no es hacer una entrada memorable, no sé qué es. Se le da demasiado crédito por su intervención en la transición democrática, que con todo y fallos al menos implicó la alternancia partidista y el surgimiento de contrapesos reales del poder ejecutivo en los órdenes federal y local, basados en la ley. Antes había contrapesos, pero eran políticos y factuales, como los de ahora. Sin embargo, el régimen priísta estaba en respiración artificial desde antes del año 2000, y desde 1997 el PRI perdió la mayoría en el congreso, por lo que no había mucho que hacer resistiéndose al tsunami coyuntural de ese momento. En todo caso, don Ernesto fue un desentendido, un presidente que se rehusaba a intervenir en conflictos aunque la ley se lo exigiera, y que siguió utilizando la impunidad de la investidura para blindar los escándalos de su círculo cercano y hasta familiar. No me imaginé que ese señor volviera a asomar la cabeza en la vida pública nacional. Pero ahora que lo hizo, lo que me recuerda es todo esto. Y no se lo agradezco.