La independencia judicial es, ante todo, una convicción mental, no solamente un conjunto de garantías institucionales. Esa convicción se refiere al comportamiento de la persona juzgadora en los hechos, quien debe definir la relación del tribunal que integra con los otros poderes del Estado, las partes, terceros interesados y la sociedad en general, para proyectar un mensaje válido: el juzgador debe resolver solamente a partir de la interpretación y aplicación del ordenamiento jurídico en términos de cómo lo entienda, sobre la base de la valoración de los hechos, atendiendo al contexto, sin temor ni favoritismo y sin tener en cuenta si la decisión final puede ser popular o no.
La independencia judicial no es un privilegio o prerrogativa de la persona juzgadora considerada individualmente, sino una responsabilidad vinculada con las funciones jurisdiccionales. Es una atribución impuesta a cada persona juzgadora para que esté en posibilidad de resolver una controversia en forma honesta e imparcial sobre la base del derecho y de la prueba, sin presiones ni influencias externas y sin temor a la interferencia o represalia de nadie.
Solamente la materialización de esa convicción mental de independencia y la resolución de los casos sin injerencia alguna, crean un entorno de credibilidad y confianza en la judicatura, lo que construye la indispensable autoridad moral e integridad que hace legítima la definición de la razón pública judicial que opera en las sociedades democráticas modernas.
La independencia judicial como hecho cierto, es la única fuente de la confianza social en los tribunales, sensación que debe aumentar y ser permanente tanto en los hechos como en apariencia, especialmente, frente a los asuntos que signifiquen disputas políticas. No basta con que un tribunal sea independiente, también debe parecerlo, estar en apariencia libre de toda injerencia a los ojos de cualquier persona observadora razonable.
Independencia significa que la judicatura, especialmente la constitucional, no debe depender del gobierno en turno. No son las declaraciones o manifestaciones las que afianzan a una judicatura independiente, esa condición es el resultado de sentencias que resistan el escrutinio de la sociedad o de cualquier persona o grupo que la integra, evaluando especialmente su sentido con la coherencia de la Constitución y el sistema jurídico.
La judicatura no debe preocuparse sobre si las leyes que ha de aplicar o las partes en conflicto son populares o impopulares ante la sociedad, los medios de comunicación y los poderes u órganos públicos. La judicatura no es un oficio perfilado para cobrar popularidad, por ello, los tribunales no deben verse influidos por intereses de partidos políticos, criterios de autoridad pública, aclamaciones populares o temores a la crítica. Su función se limita a exponer de manera suficientemente motivada por qué las decisiones políticas o sociales adoptadas por los actores que acuden a su jurisdicción tienen o no cabida en las opciones que la Constitución confiere, en una palabra, racionalizar las decisiones tomadas bajo criterios de oportunidad política.
La aceptación pública de las decisiones de los tribunales y el apoyo que estas reciben dependen de la confianza de la sociedad en la integridad e independencia de juezas y jueces. Esta confianza se mantiene cuando la judicatura construye un elevado estándar de conducta de manera coherente y sostenida en el tiempo.