El liberalismo es el mayor aportador en la construcción del sistema político occidental moderno, y uno de los arquitectos de la identidad contemporánea. El liberalismo es el fundamentador del sistema constitucional vigente, que reconoce el respeto del individuo ante las posibles arbitrariedades de poderes como el Estado y la Iglesia, por lo que los principios de la teoría de la división de poderes, propiedad privada, inalienabilidad de la persona a la que se le reconocen derechos intrínsecos a su categoría de ser, todos ellos, conforman los principios identitarios que tendemos a defender cuando son amenazados por los despotismos.
Sin los planteamientos desarrollados por el contractualismo clásico lockeano, y más tarde por filósofos de la talla de J. Bentham, J. S. Mill, B. Constant o A. de Tocqueville, el pensamiento liberal no hubiera incrementado su oferta crítica que establecería los cimientos del estado de derecho, sin el cuál no nos comprendemos las sociedades que aspiramos a un sistema de justicia veráz y expedito, no capturado por fiscales que cohabitan en la sociedad feudal, creyendo que su cargo público es su patrimonio.
El liberalismo es la doctrina que en su rama económica, ha desarrollado lo que es, quizá, el mayor programa de enriquecimiento económico que ha sacado a millones de la pobreza, construyendo clases medias ilustradas que gracias a su tránsito universitario, elevó la calidad de vida del mundo, al nivel de que todas las ciencias lograron un avance sin precedentes. Hoy tenemos la conciencia suficiente para reprochar a los estados, a las empresas y a las mismas sociedades, cuando la distribución de tanta riqueza no llega a todos, acaparada por unos cuantos, que si bien es cierto que degeneran la opinión sobre el liberalismo, también es verdad que es a él mismo, que la valorización del cultivo de la opinión pública, ha hecho que las sociedades enriquezcan su comprensión del mundo por la defensa de la libertad de opinión, cuya defensa la constatamos desde Kant, hasta Habermas.
Reducir el discurso liberal a las arbitrariedades de la clase política, que lo mismo se hace del discurso nacional o de la movilización de masas, o de cualquier cosa mediante la que sustentan su hegemonía, pervirtiendo no solo una filosofía, sino la enseñanza de la misma al reducirlo todo a valores de cambio.
Los denominados “neoliberales” no son más que un brote orgulloso y prejuicioso de una generación de la posguerra fría. Sabrán hacer algunos negocios, pero muy pocos pueden presumir conciencia de lo que significa ser liberal, cuando desconocen la riqueza intelectual de un patrimonio intelectual que menospreciaron, como lo son las humanidades. Hoy pagan con el descrédito su desdén por la historia, por las letras, por la artes y por la madre de todos: la filosofía.