Pedro “El Mago” Septién sentenciaba al concluir un juego de beisbol que solo quedaba la frialdad de los números. Luego de la jornada del 6 de junio, dice mucho esa frialdad.
La ciudadanización de los comicios y la imparcialidad del árbitro electoral fue lo sobresaliente, pero no se pudo vencer el abstencionismo, que llegó al 48 por ciento, diez puntos más que el registrado en 2018.
Las casas encuestadoras ya no deben ser utilizadas para pronosticar tendencias, demostraron su ineficacia para vaticinar resultados desde el 2000 y dejaron de ser ejercicios demoscópicos confiables y sus prospectivas no son fotografías, como dicen, del proceso electoral. Los sondeos no han podido descifrar el ánimo ciudadano y sus proyecciones confunden al electorado y distraen a la opinión pública.
A pesar de que las mujeres representan el 52 por ciento del padrón electoral, el “Ya Basta” contra la violencia de género y los feminicidios no pesó en las boletas; los movimientos feministas son coyunturales.
Morena se mantiene como primera fuerza política y avanza geográficamente con más gubernaturas, pero las matemáticas demuestran que también son una minoría. Obtuvo triunfos en 122 distritos de 300, menos de la mitad, más los pluris ronda los 200 legisladores, con la suma de sus adláteres solo alcanza la mayoría absoluta, aunque el presidente tenga otros datos. Para lograr la mayoría calificada que se requiere para modificar la Constitución tendrá que -como ya lo anunció el propio Ejecutivo-, negociar, sobornar, cooptar o comprar votos, primero del impresentable PVEM que vende carísimo su amor aventurero y luego -cosas del destino-, entenderse con su génesis y némesis: el PRI, cuna de los neoliberales.
Solo con la ayuda de un partido bisagra o de legisladores sin ideología o escrúpulos podrá obtener la aprobación de sus iniciativas contra la Carta Magna o para desaparecer los organismos autónomos. Como última opción estarán los sumisos ministros del Poder Judicial para frenar controversias constitucionales.
Hay una cifra que da escalofrío. La violencia política que se vivió durante el proceso electoral: más de 160 políticos agredidos de septiembre a junio con motivo de su activismo y más de 35 aspirantes o candidatos fueron masacrados sin que haya detenidos. En la mayoría de los casos se imputa la autoría al crimen organizado, a los que por cierto se les hizo un reconocimiento presidencial por su buen comportamiento, “cosas veredes mío Cid”. La violencia política fue signo distintivo de las votaciones, así como el financiamiento ilícito de campañas, las amenazas y secuestro de competidores y la imposición de candidatos. La revista Proceso documentó la intervención de grupos criminales y la nueva ventana de oportunidades que tiene la delincuencia con la manipulación de partidos y políticos.
El uso electorero de las vacunas si influyó en las preferencias del votante, no así el mal manejo de la pandemia y los 300 mil muertos que provocó una política fallida de salud por negligencia, ignorancia y soberbia. Tampoco hizo mella en Tláhuac la muerte de 26 personas por la corrupción que provocó la tragedia en la línea 12 del Metro.
La polarización de la sociedad es otra consecuencia de la competencia electoral. La CDMX quedó dividida -como la Alemania de la post guerra-, en dos mundos distintos. Pero al gobierno federal le es más cómodo ese escenario, el antagonismo, la confrontación como mecanismo para imponer el proyecto político de la 4T. Si las elecciones fueran un referéndum, el perdedor sería el presidente. Tuvieron 35 por ciento menos votos que en 2018 y la suma de los sufragios de la oposición fue del 52.5 por ciento frente al 47.5 de sus simpatizantes. Ya no basta la popularidad.
La numeralia la podrán manejar los actores políticos a su conveniencia, pero la frialdad de los números deja ver otro México.