Columnas
En algún sitio leí que hay amigos que son patria, refugio y hogar al mismo tiempo. Hoy regreso a escribir desde uno de esos sitios de amor que inspiran mi vida: el hermoso valor de la amistad. Porque la sonrisa de una amiga trae consigo la magia de encender la luz en los días de sombras, porque verles vivir con tanta fuerza es saber que ninguna tormenta tocará nuestra orilla. Porque, indudablemente, a su lado aprendo el amor y la vida misma.
En el libro que supone la vida las historias entre amigos son siempre alimento para el alma. La mías tienen todo que ver con su energía inagotable, su risa que ilumina y el brillo de sus ojos cuando algo la apasiona. Su hiperactividad es casi convulsa, una fuerza imparable que arrastra consigo sueños, certezas y proyectos. Su hambre de vida es desbordante, como si cada segundo fuera la última oportunidad de hacer algo extraordinario. Y ahí estoy yo, algo más insegura, más prudente, con mis dudas y mis pausas, con mis silencios y mis preguntas. Pero ella nunca ha dudado de mí. Nunca ha dejado de verme como alguien capaz de todo. Y en ocasiones desde sus ojos he aprendido a creerlo también.
Me gusta pensar que la sigo en lugar de caminar a su lado, aunque sé que ella dirá que no, que somos compañeras en este viaje, que si alguna vez la he seguido, también la he guiado. Que nuestra amistad es un lazo de mutuo aprendizaje y crecimiento. Y es cierto. Juntas hemos vencido miedos, hemos reído hasta las lágrimas y hemos construido memorias que son hogar. Compartimos las grandes historias de la abuela, hamburguesas hechas con sus manos, risas cuando su locura estalla y abrazos cuando la ansiedad nos gana. Nos hemos cuidado con el amor más sincero, ese que no pide nada a cambio, que solo sabe estar como siempre enseña Yess.
Le miro con admiración, así será siempre. Porque la amistad es también esa capacidad de reconocernos en el otro, de admirarnos sin envidias, de sostenernos sin reservas. Y qué importante es saber que, en un mundo donde tantas cosas fallan, existen vínculos que son cimiento, que son casa, que son vida.
Pero el amor no solo se construye en la intimidad de la amistad. El amor es también una forma de estar en el mundo, de relacionarnos con las demás personas, de imaginar y construir una sociedad mejor. Porque si somos capaces de amar y cuidar a quienes nos rodean, también podemos extender ese amor hacia afuera, hacia quienes no conocemos, hacia quienes necesitan solidaridad, empatía y justicia.
La amistad nos enseña a soñar con un mundo donde nos tratemos desde el respeto y la compasión. Nos recuerda que el bienestar de una persona es también el propio. Que, si en nuestros lazos cercanos podemos sostenernos con generosidad, podemos hacerlo también como comunidad. Que el amor no es solo un sentimiento, sino una acción política y social que puede transformar realidades.
Por eso, en este día del amor y la amistad, celebro el amor que nos salva en lo cotidiano, pero también hago un llamado a expandirlo. A que nos atrevamos a construir un mundo donde el amor no sea solo un privilegio de lo privado, sino un principio que guíe nuestras relaciones como sociedad. Un mundo donde, como amigas, como ciudadanas, como miembros de una familia y de una comunidad, podamos reconocernos en el otro con la misma ternura con la que miramos a quienes más amamos.
Porque si la amistad es patria, entonces que nuestra patria sea un lugar donde quepa la justicia, la igualdad y la esperanza. Que el amor con el que nos sostenemos entre amigas nos enseñe a sostenernos también como pueblo. Porque el mundo necesita más de ese amor que resiste, que lucha y que transforma.
Hoy escribo a mi amiga, pero también a quienes creen en la posibilidad de un mundo mejor. Celebremos el amor que nos ha salvado, pero, sobre todo, el amor que aún tenemos la capacidad de dar.
Andrea Gutiérrez