Columnas
Hay algo que me parece importante señalar en relación a las discusiones alrededor de la Reforma al Poder Judicial en marcha, y es el hecho de que todos, incluidos los políticos tanto del Legislativo como, de algún modo, del Ejecutivo, están argumentando en la controversia fundamentalmente desde la categoricidad jurídica (es decir, desde el terreno categorial y también gremial, digámoslo todo, del Derecho o de las ciencias jurídicas), lo que de entrada no necesariamente es negativo sino más bien todo lo contrario, pues tal vez nunca como hasta ahora la ciudadanía y el pueblo, y no ya nada más la clase política de la que, en su sentido más amplio, forman parte también jueces, magistrados y ministros, está involucrándose en debates sobre la estructura, el contenido y el funcionamiento de uno de los tres poderes del Estado: el Judicial, cosa que antes se mantenía en la obscuridad de una caja negra a la que solamente tenían y tienen acceso, según nos han querido y nos quieren seguir haciendo creer, académicos y expertos del gremio jurídico que “están en el secreto”: ¿quién sabía si no hace diez años, pongamos por caso, el nombre de algún magistrado o ministro de alguna de las instancias institucionales de ese Poder?
Desde este punto de vista, la politización activada por la 4T en tanto que revolución democrática, según mi criterio, se verifica una vez más como dispositivo fundamental de afirmación republicana, propiciadora de una interés masivo y popular por las cosas comunes, por la cosa pública (“res publica”).
Efectivamente, académicos del Instituto de Jurídicas de la UNAM o de facultades de Derecho públicas y privadas, comentadores y periodistas, legisladores y altos funcionarios del Ejecutivo están enfrascados alrededor del problema de discernir sobre “la constitucionalidad de la reforma”, o sobre si uno de los Poderes tiene la “facultad constitucional” para modificarla o frenarla, sobre la corrección de los procedimientos legislativos tal como están establecidos “en la Constitución”, o, en fin, sobre la profunda “crisis constitucional” que se estaría generando de seguir la Suprema Corte de Justicia de la Nación en la ruta de invalidar una reforma procesada por el Legislativo a iniciativa del Ejecutivo (Plan C).
El enfrascamiento en cuestión se debe al carácter aureolar (es decir, que tiene atributos casi sobrenaturales o divinos) que tiene la idea de Estado de Derecho como realización sublime del Estado, a partir de la cual los Jueces se nos aparecen entonces como sujetos trascendentales que están por encima de todos nosotros en tanto que encarnación de la idea pura del Estado de Derecho y garantes ni más ni menos que de la Justicia.
Pero toda esta verborrea ideológica –porque el Estado de Derecho como idea sublime que se realiza en la historia a través de los Jueces es una ideología más– lo que oculta es la naturaleza eminentemente política de la Constitución, en el sentido de que, más que, oademás de ser, un conjunto de normas universales, la Constitución es, sobre todo y fundamentalmente, la expresión de un pacto político que normalmente es el resultado de un proceso revolucionario o de una guerra, de una ruptura mayor, y en este caso concreto se está tocando el pivote articulador de ese pacto político que es el artículo 39 de la constitución según el cual ‘Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno’.
Si la Suprema Corte invalida la reforma judicial, el país entrará, más que en una crisis constitucional, en una profunda crisis política de magnitud análoga a la de las situaciones revolucionarias de las tres transformaciones que nos anteceden.
Esta es la primera prueba de fuego y poder de la presidenta Sheinbaum y muchos, millones, estamos con ella.