Las remesas se han visto, malamente por décadas, como un puntal de la economía mexicana. Ello hace que los gobiernos supongan que es parte de los activos de las finanzas públicas y se arroguen esos ingresos como un triunfo de sus planes sexenales. Nada más erróneo.
En otros tiempos fue el petróleo motor del desarrollo nacional y su boom duró pocos sexenios. El presidente Lázaro Cárdenas expropió la industria con la finalidad de acabar con el monopolio inglés —con la anuencia de Estados Unidos—, quienes más tarde se favorecieron con el procesamiento de los hidrocarburos.
En la “docena trágica” —como se les conoce a las administraciones de Luis Echeverría y José López Portillo— Cantarell parecía la panacea que nos conduciría al “primer mundo”, seríamos un país ascendente y saldríamos del subdesarrollo. Nos preparábamos para “administrar la abundancia”. La realidad se impuso y hoy contamos con un recurso natural no renovable que se extingue y sólo nos deja una enorme estructura burocrática poco productiva y deficitaria.
Las gestiones gubernamentales voltearon hacia el turismo, las maquiladoras y las remesas. El turismo mantuvo por casi dos décadas un crecimiento exponencial que nos llevó a estar en el top ten de las naciones más visitadas e hizo de esta actividad la principal fuente de divisas no petroleras; fue tan generosa que se convirtió en el primer empleador del país. Las condiciones geográficas de México y su riqueza natural han sido tan pródigas que aguantaron hasta el estatismo.
En la actualidad, la pandemia del Covid-19 y el cambio de políticas públicas en la materia han provocado un retroceso considerable en el lugar que ocupa México en el ranking turístico global.
La industria manufacturera, gracias a la mano de obra especializada y competitiva, pero barata, ha hecho que esta industria sea representativa en el PIB nacional, aunque ha sufrido fuertes tropiezos ante los tigres asiáticos; sin embargo, la administración pública federal mantiene sus expectativas en torno a ella.
Pero hoy la economía descansa en las remesas, las cuales no son ingresos en el presupuesto gubernamental y por tanto no puede intervenir en su distribución, ya que no forman parte de las partidas de egresos del presupuesto oficial; es decir, no son ingresos tributarios y ese dinero va directamente a las familias de los migrantes.
Las remesas técnicamente no son ingresos de los que pueda hacer uso la Secretaría de Hacienda. La oleada de recursos procedentes de la migración es una afrenta que no ha podido corregir el gobierno federal ya que son millones de mexicanos los que ante la falta de oportunidades en nuestro país se ven obligados a emigrar ilegalmente para atender las necesidades básicas de sus familias a través del envío recurrente de divisas.
Con bombo y platillo voceros oficiales han dado a conocer que en septiembre ingresaron al país 3 mil 568 millones de dólares procedentes de migrantes mexicanos en Estados Unidos, lo que representa un incremento del 15.1 por ciento respecto del mismo mes de 2019. Según un estudio de BBVA las remesas en México suman, en los primeros nueve meses del 2020, 30 mil millones de dólares y se estima que cerrarán el año con un monto cercano a los 40 mil millones de dólares. Los analistas de la institución bancaria sostienen que la eventual alternancia en la presidencia de EU afectará el flujo de remesas si se continúa con el muro, el posible impuesto al dinero enviado, el discurso migratorio del gobierno estadounidense, el futuro de los dreamers y el “programa quédate en México”.
Suena promisorio el ver estas cantidades estratosféricas, pero la realidad es que no es dinero del que pueda disponer el gobierno para sus programas sociales ya que tiene un destino concreto y debiera de impulsar la creación de empleos en México, la certidumbre empresarial y una mejor calidad de vida de los que aquí vivimos. Las remesas no son del gobierno.