Es frecuente que cuando nos refiramos al sistema de “pesos y contrapesos del poder”, nos remitamos al sistema institucional, legalmente establecido, donde se evita la concentración del poder en unas solas manos, sea un sujeto o un grupo, que tiene posibilidades de imponer su voluntad sin atender a un consenso, o si quiera atender recomendaciones racionalmente estructuradas.
El sistema de pesos y contrapesos también refiere a otro poder, que realmente es el más temido por la contundencia numérica que lo conforma: el poder popular. Una compleja narrativa que alude a supuestas virtudes reales o inventadas, remitidas a un conjunto de sujetos difícil de cualificar, implica un poder tan grande, como incontrolable, salvo que surja alguien capaz de definir y unificar sus voluntades.
El demagogo (líder del pueblo) será una de esas definiciones negativas que el pensamiento filosófico-político clásico legarán a todos los tiempos. Este sujeto, surgido de las élites, tiende a construir su poder en medio del caos generado por su discurso polarizado, violentando a los distintos sectores de la población, en especial al más vulnerable, a quién supuestamente pretenden reivindicar con políticas redistributivas de recursos. Lo característico de ello, será el costo de una polarización que tiende a generar conflictos con saldos sangrientos por todas las partes.
El discurso democrático moderno, nace precisamente de la reflexión ilustrada, pero también de la experiencia de la revolución francesa. La violencia popular difícilmente pudo ser idealizada incluso por aquellos que originariamente defendieron el discurso reivindicatorio cuando la muchedumbre, alentada por sus líderes, se lanzó a generar una violencia inaudita, o como sería la tesis de Tocqueville en sus Reflexiones sobre la revolución en Francia: tirar a un gobierno autoritario, para imponer uno todavía más centralizado y violento.
Los movimientos revolucionarios no solamente son un compendio de narrativas románticas, son la expresión de un conflicto real con una violencia inaudita, que puede evitarse cuando existe no solamente un sistema de justicia justo que evite la guerra, sino figuras institucionales con la respetabilidad y credibilidad suficientes, que ni dependan del sufragio, pero tampoco queden fuera del poder constitucional, constituyendo un límite a los gobernantes electivos que buscando votos, son capaces de desmoronar el sistema institucional vigente en perjuicio, paradójicamente, de los que supuestamente defienden. Un símbolo trascendente de unidad nacional sin mayor autoridad que el solo respeto de su presencia, pero que al mismo tiempo limite al poder político y al poder popular.
A diferencia de un demagogo, una figura de respetabilidad no tiene poder real, sino meramente simbólico: la representatividad del estado, encarnando los valores más importantes que ni se dejan plenamente a su arbitrio, ni tampoco al del gobernante electo, por ejemplo, el poder de las fuerzas armadas. Institucionalidad frente a la demagogia. Respetabilidad frente a promesas vanas de campaña.