A meses de distancia, las palabras proferidas por Veka Duncan durante la presentación del diario londinense de Diego Gómez Pickering, siguen retumbando en mis oídos: Ningún extranjero llega a México por convicción. Como escudo frente a suspicacias y miradas inquisidoras, habrá que decir que la frase alude a la condición de México como refugio de exiliados durante la segunda mitad del siglo XIX y especialmente durante buena parte del siglo XX.
Bajo ese contexto, desembarcó en Tampico a bordo del buque pretrolero Ruth, Lev Davidovich Bronstein, conocido en la intimidad del colegueo como León Trotski. El fundador y líder del Ejército Rojo arribó a las costas tamaulipecas procedente de Oslo un 9 de enero de 1937 a primera hora de la mañana.
De su estrecha y ambigua relación emocional con Diego Rivera y Frida Kahlo, así como del atentado orquestado por el muralista David Alfaro Siqueiros, no repararé, puesto que la intención oculta de esta columna era llegar hasta la figura de Ramón Mercader, un agente secreto estalinista que pasaría a la historia por terminar con la vida del revolucionario ruso en suelo mexicano.
Debió ser un sujeto encantador el espía catalán para infiltrarse en el círculo de confianza de Trotski y después asesinarlo a traición con un piolet en el estudio de su casa en Coyoacán (hoy convertida en museo). Pensar en que maquinó su plan «en uno esos minúsculos departamentos» —como refería Octavio Paz tras visitar al poeta Rafael Alberti— del edificio Ermita, hace que atesore como pocas cosas mi breve pero estimulante estancia.
Escribo estas líneas imbuidas de nostalgia tras haber desalojado —obligado— el nonagenario edificio, erigido en 1930 con estilo Art Decó y diseño de Juan Segura, entre los límites del barrio de Tacubaya, la San Miguel Chapultepec, la Escandón y la Condesa. A unos pocos metros de la embajada rusa.
La Fundación Mier y Pesado, responsable de la administración del mismo, tiene ambiciosos planes de remodelación para el futuro cercano. No quedará rastro de Mercader, Alberti, Manuel Altolaguirre, Luis Buñuel ni Langston Hughes. Otra derrota de la memoria histórica.
¿Cuántas más seremos capaces de soportar?