En la semana del Orgullo, vienen a mi mente las palabras de Elvira Sastre, cuando decía que el Orgullo es saber que durante esos días no importa cómo, ni de qué manera, ni en qué momento: estamos a salvo, somos libres, somos felices, porque no hay mayor escudo que un miedo comprendido. Esos días en que nos sentimos próximos, unidos, entendidos, esos días donde existir no es un acto de resistencia, sino de celebración.
Para mí, el Orgullo no es solo una fecha, es una expresión natural de una postura política, una identidad que abrazo todos los días con dignidad, pero también con la resiliencia que implica haber tenido que luchar por ser quien soy. Y es que hoy mi realidad es quizá menos dolorosa que la de muchas personas de la diversidad, esto porque he mirado de frente a los que en la calle se reían de mí, he respondido en voz alta a cada señalamiento, y sigo defendiendo a quienes aún no pueden defenderse. Hoy abrazo mi libertad desde el amor que me tienen las personas que me rodean, el mismo amor que me ha protegido de la crueldad que muchas otras han sufrido por el solo hecho de ser lesbianas.
No todas hemos tenido la misma suerte. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha reconocido recientemente que las lesbianas enfrentamos violencia sistemática basada en género. Violencia que busca controlar o erradicar nuestras orientaciones sexuales o expresiones de género. Una violencia arraigada en el sexismo estructural, en prejuicios profundos que amenazan seriamente nuestro derecho a la vida y a la integridad personal.
Todos los días, en cada rincón de este país, miles de personas de la comunidadresienten la violencia en sus múltiples formas. Violencia familiar, institucional, en los espacios laborales. Violencia que se encarna en silencios impuestos, en burlas escolares, en despidos injustificados, en amenazas, en agresiones y asesinatos. No hay nada más triste que crecer en una sociedad que te niega, que te señala sin que puedas defenderte. Por más que queramos concebirnos como una sociedad libre, la realidad es otra: en México, no hay un lugar verdaderamente seguro para las personas LGBTIQ+. El derecho a sentirnos seguras se ha convertido en un privilegio por el que aún tenemos que salir a luchar.
Aun así, no todo es desolación. Aquí estuvieron antes otras y otros que alzaron la voz y defendieron nuestro derecho a ser. A ellas, a ellos, les debemos que la Ciudad de México hoy abrace la diversidad. Pero mientras existan la discriminación, el acoso, las humillaciones, las agresiones, las terapias de conversión y los crímenes de odio, habrá lucha. Y también rebeldía.
Porque cuando hablo de rebeldía, hablo de la rebeldía de los valientes que decidimos ser felices contra corriente. De la pareja llena de orgullo que camina por la calle tomada de la mano. De la madre y el padre que abrazan con amor la diversidad del ser al que dieron vida. De quienes se asumen en un cuerpo que no coincide con el que se les asignó al nacer. De la mujer que estuvo casada con un hombre porque así se lo dictó la sociedad, pero que un día escuchó a su corazón y eligió amar a otra mujer.
Hablar de rebeldía también es hablar de la infancia, de las niñas y niños que tienen derecho a la identidad de género y que hoy seguimos sin proteger. Es hablar de las personas sobrevivientes a las mal llamadas terapias de conversión, justificadas muchas veces por quienes, en nombre de Dios, infligen dolor.
Orgullo y rebeldía son, entonces, nuestras banderas. No para incomodar, como dicen algunos, sino para recordarle al mundo que seguimos aquí. Que existimos. Que resistimos. Que amamos. Y que no dejaremos de alzar la voz hasta que ser libres deje de ser un privilegio y se convierta, por fin, en un derecho, hasta que la dignidad sea una expresión natural de vida.
Andrea Gutiérrez