Columnas
En el sombrío panorama de violencia y desigualdad que enfrentamos en México, la búsqueda de una cultura de paz no es solo un ideal, sino una necesidad urgente. Este siglo XXI plantea a la política y al derecho un desafío monumental: superar las crisis actuales mediante la construcción de prácticas constitucionales que, más allá de lo normativo, promuevan la convivencia pacífica y refuercen las bases de la democracia.
Las prácticas constitucionales van más allá de las leyes escritas. Son esas normas informales y acuerdos implícitos que surgen dentro del marco institucional y que, en muchos casos, terminan moldeando el funcionamiento real del sistema político y jurídico. Estas prácticas, junto con las disposiciones formales de la Constitución, configuran el entramado que sostiene al Estado constitucional.
El principio de la paz es la base de todos los principios. No debe ser una fórmula vacía, sino un mandato dirigido al continuo perfeccionamiento de la Constitución en todos sus procesos. Por ello, este mandato de la paz vincula a todos: a las funciones del Estado establecidas y sus actores, pero también a la sociedad civil. En este sentido, se convoca a la sociedad abierta de los intérpretes constitucionales a orientarse según el modelo de la paz, tanto en el interior como hacia el exterior.
En América Latina, y particularmente en México, esta dinámica adquiere una relevancia particular. Las constituciones en nuestra región a menudo se enfrentan al reto de operar en sociedades donde las costumbres políticas, algunas de ellas profundamente arraigadas, no siempre están alineadas con los principios democráticos que las constituciones pretenden establecer. Como lo señaló Guillermo O’Donnell, las instituciones informales influyen de manera decisiva en el desarrollo y consolidación de las democracias emergentes, a veces complementándolas, pero en otras ocasiones, socavándolas.
Para México, el desafío radica en fortalecer esas prácticas institucionales que abonen a la construcción de paz. Esto implica no solo el diseño de mejores leyes, sino también fomentar una cultura política y social que rechace la normalización de la violencia y apueste por el respeto mutuo y la resolución pacífica de conflictos. Las instituciones deben ir más allá del papel, consolidándose a través de acciones que reflejen una verdadera transformación cultural y política.
Mientras la violencia persista, la democracia no puede existir plenamente, ya que la violencia es sinónimo de las grandes desigualdades que fragmentan a nuestra sociedad. La cultura de paz no se impondrá de manera inmediata ni automática, pero sí puede construirse gradualmente, si las prácticas constitucionales, formales e informales, son orientadas hacia ese fin.
En un país donde la violencia parece haberse enquistado en nuestra cotidianidad, la tarea no es solo deseable: es impostergable.
Andrea Gutiérrez