La protesta social se generaliza en el mundo; sus reivindicaciones son de diversa índole, así como sus expresiones. Se manifiesta contra la violencia, se pronuncia versus la represión; las marchas pacíficas compiten con las rebeliones anarquistas.
Se protesta por todo y contra todo. En Europa están los sin casa -ahora el partido político Podemos-, surgieron los chalecos amarillos -que pasaron de la protesta por el alza de la gasolina a la inconformidad política-, y el hartazgo social ahora es por el nuevo confinamiento obligatorio en España, Francia, Alemania e Inglaterra.
En Estados Unidos, las protestas raciales por el asesinato de ciudadanos negros son generalizadas; ese rencor genera polarización y violencia, factura que cobrarán al gobierno en las elecciones. También los gringos se radicalizaron cuando se decretó el confinamiento con el pretexto de atentar contra sus libertades.
Sudamérica no es la excepción con sus manifestaciones por las crisis económicas, educativas o de salud en Brasil, Chile y Argentina.
México tiene una histórica tradición de protestas sociales que van desde las huelgas de Río Blanco y Cananea hasta los movimientos ferrocarrileros, magisteriales y universitarios. En tiempos recientes tuvimos la marcha ciudadana por la paz en 2004, las protestas contra los feminicidios, las manifestaciones de los adversarios de AMLO y un largo etcétera de pronunciamientos civiles como los padres de niños con cáncer o la protesta “un día sin ellas”.
Todos estos movimientos tienen un común denominador: retan la gobernabilidad y al Estado mismo. El consenso social se resquebraja y es señal de alarma para los gobernantes; la violencia o resistencia civil es cada día más evidente. Se ha perdido el respeto a la policía que usa con más frecuencia soluciones letales como en Estados Unidos.
Es urgente y necesario un nuevo pacto social que sustituya al Estado-nación que idearon Montesquieu, Hobbes o Rousseau, también debe ponerse a revisión el papel del ciudadano frente al gobierno y sus semejantes; hay que crear derechos acordes a la nueva realidad y la equidad de género debiera ser consustancial al ser humano y no prerrogativa que se consiga por la fuerza o dádiva graciosa de la autoridad.
En México es hoy más complicado mantener la gobernanza y el consenso social. La administración debiera rediseñar las políticas públicas que permitan una nueva convivencia en comunidad, donde el papel oficial sea menos protagónico y solo regulador de las relaciones sociales; corresponde a los factores de la producción definir el rumbo de la economía y dar a cada uno lo justo y necesario. El marco legal debe modernizarse sin perder el espíritu social de la Constitución. No es utopía, España lo logró luego del franquismo con Adolfo Suárez y el Pacto de la Moncloa. Es buen momento para hacerlo.