Columnas
México es un país de enorme riqueza humana, cultural y natural. Somos una nación resiliente, forjada por generaciones de personas trabajadoras que, a pesar de las adversidades, se levantan cada día para construir un mejor futuro. Pero hay una verdad que no podemos seguir ignorando: no todos partimos desde el mismo lugar. Hay millones de personas en nuestro país que viven en condiciones de vulnerabilidad, marginadas del acceso pleno a derechos, servicios y oportunidades. Y no, no se trata de casos aislados: es una deuda estructural que tenemos como sociedad.
Cuando hablamos de personas en situación vulnerable, nos referimos a quienes enfrentan barreras invisibles pero profundas: sociales, económicas, físicas y culturales. Pensemos en quienes viven con alguna discapacidad. No se trata solo de una condición médica, sino del cúmulo de obstáculos que enfrentan para moverse libremente por la ciudad, para estudiar, trabajar o simplemente ejercer sus derechos como cualquier otra persona. El 16% de la población mexicana vive con alguna discapacidad. ¿Podemos seguir volteando hacia otro lado cuando uno de cada seis mexicanos vive en un entorno que no lo contempla?
La desigualdad también golpea con fuerza a las mujeres que encabezan hogares sin redes de apoyo, sin acceso a estancias infantiles ni sistemas públicos de cuidado. Muchas de ellas deben elegir entre trabajar o cuidar a sus hijos o familiares dependientes. Esta elección forzada es una forma más de violencia estructural. Mientras no existan políticas públicas que reconozcan el trabajo de cuidados y lo redistribuyan con justicia, seguiremos perpetuando la desigualdad de género.
Y qué decir de los adultos mayores que, después de toda una vida de trabajo, enfrentan el abandono, la soledad y la precariedad. Muchos viven sin pensión, sin acceso a atención médica adecuada y sin espacios dignos para su vejez. En un país que envejece rápidamente, no podemos permitir que la tercera edad sea sinónimo de olvido.
También están quienes pertenecen a la comunidad LGBT+, que a diario enfrentan discriminación, violencia y exclusión solo por ser quienes son. El derecho a vivir sin miedo, a amar con libertad y a existir con dignidad debería ser incuestionable, pero en muchas regiones del país sigue siendo una lucha diaria.
Ante esta realidad, no basta con discursos bien intencionados. Se requieren políticas concretas, presupuestos con perspectiva de inclusión, y leyes que traduzcan los principios de igualdad en acciones reales. Necesitamos un sistema nacional de cuidados que permita a las mujeres y a todas las personas cuidadoras desarrollarse plenamente. Se necesitan reformas que aseguren accesibilidad en el transporte, en los edificios públicos y en los espacios educativos. Se debe garantizar el derecho al trabajo digno para todas las personas, sin importar su condición física, identidad o edad.
Además, la inclusión no se construye solo desde el Congreso. La sociedad civil, las empresas, los medios de comunicación y cada uno de nosotros jugamos un papel fundamental. La empatía tiene que dejar de ser un valor abstracto para convertirse en una práctica cotidiana: ver, escuchar, respetar, actuar.
No se trata de caridad ni de concesiones. Se trata de justicia. De reconocer que un país verdaderamente democrático y fuerte es aquel que protege a los más vulnerables, que nivela el terreno para que todos puedan avanzar, no solo quienes ya tienen ventaja.
Un México más justo es posible, pero requiere voluntad, compromiso y una mirada colectiva que abrace la diversidad como un valor, no como una excepción. No dejemos que nadie quede atrás. El verdadero progreso se mide por cómo tratamos a quienes más lo necesitan.
María Rosete