Independientemente de las razones que a algunos sectores de la pluriversa sociedad mexicana, los haga respetar o no lo que para muchos podría implicar un principio de sobrevivencia -como lo es el uso del cubrebocas- , y qué medidas gubernamentales se deben implementar hacia los transgresores, que incluso apelan a nociones increíbles de un escepticismo prosaico al respecto de la negación de la pandemia, se esconde un mal que repercute y trasciende en toda la historia nacional: ¿por qué existen varios mexicanos incapaces de respetar las leyes?
Famosa es la actitud irresponsable de sectores que, bajo extrañas argucias, asumen una especie de inmunidad a propósito de sus deberes civiles, como si no se les incluyera en el conglomerado civil. Una respuesta ante tan sorprendente necedad de someterse a la ley, nos la ofrece la propia historia, y en especial uno de los más ilustres estudiosos del México decimonónico: don Lucas Alamán en su Historia de Méjico, haciendo referencia a la distinción de leyes bajo las cuales se conducía la justicia virreinal.
Cada estrato de la población dividida por castas, tenía su propia legalidad, sus propios magistrados, y lo que se aplicaba para unos, no era válido para todos, generando una autonconciencia de grupos sociales no comprendidos como ese idealizado “pueblo” romano, sino como un medieval conjunto de autonomías, a los que precisamente la formación del estado moderno obligó -sí, a sangre y fuego en todo Occidente-, a someterse. Efectivamente el proceso de construcción del estado de derecho implicó la construcción de instituciones fuertes y centralizadas, no tolerando la desigual aplicación de la ley.
El Virreinato, dada la inmensa población indígena del país que tenía que ser protegida de los abusos de los señores, fueron beneficiadas por la corona a través de una serie de autonomías que jamás se olvidaron en la práctica, porque si bien la constitución reconoce la igualdad, en los hechos, la apelación constante a la desigualdad, se exhibe feamente en una población cuyas costumbres virreinales se mantienen y nos explica por qué vemos a contingentes de necios -y no necesariamente de potentados-, ejerciendo su costumbre de no someterse a la ley a la que otros sí lo somos. La falta de respeto a las autoridades, a las propias llamadas de atención de los ciudadanos o a cualquier ordenamiento para que los transgresores respeten, pueden terminar en sendas manifestaciones de violencias porque ellos, el “pueblo”, no deben de ser sometidos a la ley común, de la misma forma que sus ancestros.
Hacer llamados a las supuestas virtudes del denominado pueblo, implica olvidar sus muchos vicios. La violación constante a la ley, ni es un hábito de poderosos necesariamente, ni excluye a la parte mayoritaria de la población, acostumbrada violentamente al desacato.