Columnas
Esta semana se cumple el 30 aniversario del genocidio de Ruanda. Más de 800 mil personas murieron en apenas poco más de tres meses, muchas veces asesinadas a machetazos por sus propios vecinos y ante la pasividad de la comunidad internacional. El impacto del genocidio todavía se siente hoy en Ruanda y en toda la región centroafricana. Asimismo, influyó en el derecho internacional al constituir una de las principales causas de la creación de la Corte Penal Internacional en 1998. Tanta virulencia, en buena medida, fue herencia de la colonización belga, la cual forzó una la división entre tutsis y hutus, las dos principales etnias. Los belgas utilizaron a la minoría tutsi (en torno al 15 por ciento de la población) para cogobernar con ellos, facilitándoles los trabajos mejor remunerados, mientras la mayoría hutu se encargaba de las labores más duras y degradantes.
La victoria en una breve y cruenta guerra civil del Frente Patriótico Ruandés (FPR, brazo armado de los tutsis) terminó con las matanzas y su líder, Paul Kagame, funge desde entonces como el hombre fuerte del país. Bajo su égida, Ruanda ha experimentado un renacimiento económico sin parangón en África y ha gozado de una inusitada estabilidad política, pero este liderazgo no deja de despertar agudas polémicas. Sus partidarios elogian su papel en llevar la paz a una nación traumatizada, pero los críticos lo acusan de gobernar a través del miedo y la represión. Se ganó los aplausos de las naciones occidentales, las cuales aportaron ayuda a raudales para subsanar su “mala conciencia”. Sin embargo, Ruanda es un estado policial con un pésimo historial en derechos humanos, donde la oposición es constantemente hostigada y los poderes del Estado están completamente controlados por el Ejecutivo.
Kagame ha ganado tres elecciones presidenciales consecutivas con más del 90 por ciento de los votos y se espera un nuevo triunfo suyo en los nuevos comicios a celebrarse el próximo julio. Ante los indudables éxitos de su gobierno muchos se preguntan sobre cual hubiese sido el destino de Ruanda sin su enérgico y oportuno liderazgo, e incluso citan su caso como prueba de una supuesta superioridad del autoritarismo sobre la democracia en las tareas de procurar estabilidad política y crecimiento económico. Pero los dictadores rara vez mejoran en su segunda década en el poder, y mucho menos en la tercera. Y las tensiones en Ruanda crecen. De nuevo la mayoría hutu se siente discriminada. Muchos analistas perciben las condiciones para una nueva guerra interétnica en Ruanda de mantenerse un régimen autocrático bajo el dominio de la élite tutsi. En 1994, Kagame fue una solución rigurosa, pero quizá necesaria, a una tragedia infernal. Ahora, en 2024, él se está convirtiendo en un nuevo dilema.