Columnas
Defecadas y meadas, cual triste alegoría de nuestros tiempos, están las tres hermosas esculturas de bronce de Izcoátl (Huey Tlatoani de Tenochtitlan); Nezahualcóyotl (Tlatoani de Texcoco) y Totoquihuatzin (Tlatoani de Tlacopan), señores los tres de la Confederación que diera vida a la “Triple Alianza” en 1430. En el jardín homónimo, justo en la esquina de Filomeno Mata, donde nuestra bandera ondea en medio de los rastros de cal, con que el servicio de limpia capitalino neutraliza los rastros de los invasores de la contigua “Plaza Tolsá”, que adoptaron el espacio como letrina, hijos del “pueblo”, a los que se atribuyen facultades extraordinarias de honradez, respeto y… limpieza.
Quien idealiza al pueblo en abstracto, lo juzga no desde la crudeza de la objetividad, sino desde lo más absurdo de idealizaciones (e ideologías) que jamás solucionaran nuestros problemas. Nada más falso que atribuirle a ese ente denominado “pueblo” un cúmulo de virtudes que más que atender a la diversidad de sujetos que lo conforman, lo uniforman para el interés de los que se adjudican su primacía. Nada más redituable que hablar en nombre del “pueblo”, enmielando sus oídos con costales de elogios y limosnas.
Tener contento a cuanto se sienta identificado con lo que dicen que es “el pueblo”, no es deber de un gobernante responsable que sirve no a la masa, sino a sus leyes, a una Constitución que, desde el orden liberal, al que pertenecía Juárez, definió la institucionalidad en un país que en sus días hizo frente a toda la violencia imaginable, y donde anteponer al “pueblo” como principio ad hoc para las ambiciones de los liderzuelos, se pretendió destruir conscientemente al fortalecer un sistema de pesos y contrapesos efectivo sustentado en la “División de Poderes”. Juárez fue Presidente de la Suprema Corte de la Nación, y después Presidente de la República, no por el voto popular, sino por mandato Constitucional.
Nacido del pensamiento ilustrado, confrontar poderes concede estabilidad al impedir que uno sólo impere. La tiranía transcurre cuando es uno solo el que acapara. Sean las mayorías, unos cuantos o uno solo, ninguno debe de concentrarlo todo, porque si eso ocurre, las determinaciones de uno solo -así sea el “pueblo”- se imponen despóticamente a todos los demás. Esta lógica de Montesquieu en El Espíritu de las Leyes, al desarrollar la idea de la “División de Poderes”, tiene el objetivo de contrarrestar fuerzas. El “pueblo” que, como el demagogo, también degrada los valores de la República para imponer sus personales intereses, sí tiene un límite: el Poder Judicial. El árbitro de la República no puede sucumbir a una de sus partes, ni mucho menos al amasiato del Legislativo y del Ejecutivo, de hacerlo, diría el citado filósofo, seríamos una tiranía, esto es “el poder de uno sólo”.