Columnas
El gran Thomas Hobbes, culminación del pensamiento político británico del siglo XVII, y máxima figura reflexiva de las consecuencias de la violencia bajo la que vivió su sociedad, colapsada por las guerras de religión o las pretensiones absolutistas por instalarse en un país donde ya el sistema parlamentario tenía raíces. Hobbes, a través de su gran obra “Leviatán”, pretende fundmentar un contexto donde jamás impere, de nueva cuenta, toda esa encarnizada conflictividad que parecía no tener fin, y que liga directamente a la naturaleza humana.
La idea de naturaleza que expone el británico es sorprendentemente resultado de un racionalismo analítico que ofrece una hipótesis, que a la manera de una figura geométrica cartesiana, genera un cuerpo completamente ideal, radicado en las profundidades de una realidad teórica. El ser humano es una criatura violenta por la posesión de un lenguaje que contiene palabras, que son receptáculos informativos de acontecimientos que no necesariamente son manifiestos en la experiencia, por ejemplo, si decimos el término “hambre”, supongamos que alguna persona en toda su vida no ha “sentido” semejante condición, pero no por carecer de esta experiencia, podemos decir de que ignore su significado o, dicho de otra forma, sus consecuencias orgánicas, como sería la muerte por inanición. El miedo a evitar el hambre, así como otras consecuencias no experimentadas, como el “crímen”, o el “asesinato violento” y que este sea “prematuro”, alerta sobre todo lo que se debe de evitar, o de “construir” -mejor dicho- para que jamás nos ocurran esas cosas horribles. El mayor producto de la reflexión sobre la naturaleza humana y el miedo consiguiente, será el “estado”.
El estado es consecuencia de la reflexión del ser humano sobre sí mismo, nacido del pacto de sujetos atemorizados que quieren evitar lo antedicho, prefieren someterse a un poder terrorífico, capaz de amedrentar a posibles transgresores. Es aquí donde quiero llegar, porque dicho poder, no se limita a su realización más evidente, sino que sabe equilibrar emociones que impida cundan los odios entre súbditos.
Las pasiones nos rigen violentamente, y aunque parezca muy ridículo, una de las cosas que más nos afectan es el no reconocimiento del honor que portamos, que implica el reconocimiento social de los méritos por nacimiento o adquisición. Tan bien lo sabe Hobbes, que alerta sobre el tratamiento indigno hacia las élites. Un caballero herido en su amor propio, puede mover a una guerra por saberse insultado o no reconocido por un poder ingrato, que sí debe de considerar los reconocimientos públicos, para no promover movimientos contrarios, de allí que la ley y los protocolos fomentan equilibrios, formas, juegos sociales que al canalizar las pasiones humanas transformadas en reglas, no se salgan de control, provocando violencia. El poder más efectivo no es el más agresivo.