Por Francisco Castellanos
La construcción de los ordenamientos legales para determinar la posición jurídica de las personas frente al interés general, ha generado su clasificación no sólo jurídica, también social.
En los sistemas jurídicos de occidente, el criterio más común de clasificación legal consiste en el: sexo-género –masculino/femenino-, el cual queda determinado al momento del nacimiento con base en un examen físico de la persona y su registro civil, lo que tiene relevantes consecuencias en los derechos y obligaciones de cada ser humano.
Durante mucho tiempo, quienes defienden esta clasificación desde el Derecho Público han sostenido la conveniencia de mantener la categoría sexo/género para catalogar a las personas, bajo el argumento de que ésta permite garantizar la seguridad jurídica de todos los actos u omisiones de cada ser humano.
En las sociedades actuales, plurales y heterogéneas, hay una realidad muy clara: una cuestión es el sexo –biología- y otra, el género –identidad de autoadscripción– de las personas.
Esta realidad no puede ser ignorada por el constitucionalismo actual, tratando de imponer una visión única y hegemónica, sino que, tomándonos en serio los derechos humanos, debemos reafirmar la dignidad de cada persona y su libertad. A establecer su proyecto de vida y alcanzarlo, siempre que ello no signifique una alteración a la colectividad
Sí, en el constitucionalismo actual, toda persona tiene derecho a ser reconocida legal y socialmente bajo la identidad sexo-genérica que decida adoptar, pues ello permite su inclusión y pertenencia a una comunidad, además de que le evita perjuicios jurídicos –discriminaciones-, socioeconómicos y daños psicológicos.
En México, los distintos ordenamientos en materia de persona y familia de las entidades federativas, y algunas otras normas de rango federal, han restringido con diferentes grados el ejercicio de este derecho.
Inclusive, los ordenamientos que reconocen la posibilidad del cambio o reasignación están diseñados bajo una estabilización de las identidades de género, que opera, por una parte, a través de una rigurosa vigilancia de las fronteras entre categorías -sometiendo las transiciones a procesos complejos con impactos médicos, psicológicos y sociales- y, por otra, limitando las opciones al binomio hombre-mujer, sin el reconocimiento de identidades no binarias.
Estas disposiciones no están a tono con el sistema de derechos humanos de nuestro país, especialmente, con los derechos a la dignidad y no discriminación. Es necesario que se hagan ajustes normativos que actualicen el derecho al reconocimiento de la identidad de género y a la consiguiente reasignación sexo-genérica, para que se amplíen las categorías entre las cuales las personas pueden elegir, así como el hecho de que la elección dependa exclusivamente de la autodeterminación y no de evaluaciones externas.
Mientras estos ajustes llegan, los operadores jurídicos deben seguir las líneas marcadas para la protección de este derecho por la Suprema Corte de Justicia de la Nación y la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
La Corte, en la tesis P. LXXI/2009, determinó que, sobre la identidad morfológica sexual, debe privilegiarse la autoadscripción psicosocial de género, pues es ésta la que define la identificación que la persona tiene de sí misma y su proyección a la sociedad. La Sala Superior, por su parte, en la tesis I/2019, estableció que la identidad de género para efectos de registro a una candidatura se actualiza con la autoadscripción de buena fe que la persona manifieste de sí misma.
Debemos seguir por un camino evolutivo hacia un ejercicio efectivo del derecho a la identidad de género, basado únicamente, en la autodeterminación y que, al mismo tiempo, permita superar el binarismo y la rigidez de la clasificación por características morfológicas, pues el núcleo de este derecho es la autodeterminación y el entendimiento subjetivo de cada ser humano.