Columnas
En días recientes, diversos medios han confirmado la revocación de visas por parte del gobierno de los Estados Unidos a la gobernadora de Baja California, Marina del Pilar Ávila Olmeda, a su esposo Carlos Torres, y al gobernador de Tamaulipas, Américo Villarreal Anaya. Estos hechos constituyen un fenómeno de alta preocupación que debe analizarse desde la filosofía del Estado y desde la filosofía política de la violencia.
Desde el punto de vista de la relación bilateral México–Estados Unidos, resulta sintomático y alarmante es que la medida se aplique a dos figuras que encarnan el poder estatal. En términos políticos, esto equivale a un acto simbólico de deslegitimación. Se trata de una advertencia implícita: la connivencia entre crimen y gobierno es sancionada extraterritorialmente por una potencia extranjera.
La revocación de visas bajo el argumento no explícito, pero sugerido, de presuntos vínculos con estructuras criminales, nos remite al problema de la violencia como fenómeno estructural y al papel que el Estado debe asumir ante ella.
En este contexto, la respuesta de la Jefa del Estado no puede ni debe mostrar dudas. La lógica del partido, del cálculo electoral no puede prevalecer frente a la responsabilidad histórica de salvaguardar la integridad institucional de la República. Su papel no es el de una mediadora entre grupos políticos internos, sino la de garante del orden constitucional y de la credibilidad del aparato estatal.
Aceptar que las y los gobernadores pueden seguir sin más, en funciones, bajo las graves sospechas señaladas es permitir que la democracia se vea reducida a una fachada formal, carente de sustancia ética y de compromiso con el Estado de derecho. En una democracia genuina, los representantes del poder deben ser los primeros en estar sujetos al más riguroso escrutinio.
La confianza ciudadana es un bien público que no se hereda ni se impone: se gana y se sostiene con transparencia y rendición de cuentas. Gobernar bajo sospecha no solo debilita a quien detenta el poder, sino que siembra la desconfianza en las instituciones democráticas y profundiza el desencanto ciudadano con el sistema representativo.
Por ello, la Presidenta debe colocarse por encima del interés de partido y actuar conforme a su deber republicano. Esto implica, al menos, tres acciones: exigir a todas y todos los gobernadores transparencia absoluta y rendición inmediata de cuentas; promover investigaciones imparciales desde el propio Estado mexicano; y garantizar que no haya pactos de silencio ni encubrimientos bajo la lógica de la lealtad partidaria.
Finalmente, el mensaje que se transmite a la ciudadanía no puede ser que el crimen puede cohabitar con el poder. Debe ser, por el contrario, que el Estado permanece firme en su mandato de proteger a la población, de preservar la legalidad y de sostener la soberanía sin sometimiento a poderes fácticos. La jefatura del Estado no es una jefatura de partido; y sólo podrá sostenerse si se coloca el deber con la República por encima de cualquier otra lealtad.
Investigador del PUED-UNAM