Superado ya el estruendo electoral de Coahuila y Estado de México, hay que regresar a los temas centrales del futuro de nuestro régimen político.
Uno de ellos sin duda tiene que ver con el papel del poder judicial en las democracias contemporáneas. En su inmarcesible El Federalista, sus autores Hamilton, Madison y Jay caracterizaron a las cortes y juzgados como la “barrera efectiva contra los intentos expansivos del órgano representativo” y resolvieron también que, en una democracia, el poder judicial limita el ejercicio arbitrario del poder gubernamental.
Determinaron que el poder judicial es el más vulnerable frente a sus pares el Ejecutivo y el Legislativo que, por cierto gozan de reconocimiento social directo por provenir de elecciones populares.
En otras palabras, alegaron que el poder ejecutivo contaba (y cuenta) con el poder denominado “de la espada”, es decir, con la capacidad de comandar los recursos estatales, del uso legítimo de la fuerza y de la implementación de las leyes y políticas públicas.
Resolvieron también que el poder legislativo contaba (y cuenta) con el poder de la bolsa, es decir, el del control de la aprobación del presupuesto, pero también con el de expedir las leyes en general.
Por lo que hace al poder judicial, señalaron que cuenta solo con el poder “de la razón”, pero que juega un papel clave en la adjudicación en materia de conflictos, promoviendo la paz social y por lo tanto, en gran medida, la estabilidad política, la gobernabilidad democrática y la legitimidad misma del aparato estatal.
Tan es así, que en un escenario de erosión democrática, para que la intervención del poder judicial sea positiva, reconocida, apreciada, es crucial su independencia de todos los otros actores estatales y no estatales. En el cumplimiento de esa delicada exigencia, surge el señalamiento de que se trata de una institución política “contramayoritaria”.
En ese análisis, a veces es vista como lesión a la soberanía popular, representada por la coalición mayoritaria gobernante, y a veces es vista como mecanismo natural y expresamente diseñado en el marco de la división de poderes y para el control del poder; mecanismo mediante el que la sociedad pone fuera del alcance de las mayorías simples, y a veces de las calificadas, las decisiones políticas fundamentales, como lo electoral o los derechos humanos.
¿De dónde procede entonces la legitimidad del poder judicial y sus atribuciones de interpretación de la norma y resolución de controversias con efectos vinculantes para las partes y a veces con efectos generales?
Resulta que las y los jueces, sobre todos los constitucionales, están sujetos a un requerimiento del que están exentos los representantes populares: argumentar rigurosamente sus decisiones. La fuerza de la razón, pues, es explicar y justificar oportuna y suficientemente las sentencias. Le cuento más el jueves.
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