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Salto Sobre Normandía

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Entornos jueves 06 de junio de 2019 -

23:45/ D-1/ 5 DE JUNIO DE 1944

Jake McNiece fue uno de los paracaidistas estadounidenses que participaron en el Filthy 13, una división de paracaidistas conocida como Los trece malditos bastardos. Su historia fue retomada por el historiador Richard Killblane en un libro homónimo, que inspiró filmes como Bastardos sin gloria o Doce del patíbulo.

RICHARD KILLBLANE Y JAKE MCNIECE

Abandonamos Inglaterra poco antes de las 23:00.

Estaban utilizando cerca de mil C-47 para transportar a la 82.ª y a la 101.ª.El Tercer Batallón despegó desde las afueras de Exeter y cruzó directamente el Canal.

Era una bonita noche con luz de luna, un montón de luna. Había lluvias dispersas pero teníamos una gran visibilidad. Cuando llegamos a la costa, todo el mundo ya estaba embarcado y dispuesto a cruzar y asaltar las playas la mañana siguiente. Por supuesto, yo crecí en Oklahoma y nunca había estado cerca de barcos tan grandes. Sólo había visto algunos en la zona de Houston, en el canal costero. Esos enormes barcos estaban tan apretujados que todo era popa y proa desde Southampton a lo largo de los cien o ciento veinte kilómetros del Canal de la Mancha.

Parecía como si fueran un puente, como si alguien pudiera ir andando de un barco a otro, y esa imagen abarcaba hasta donde alcanzaba la vista a ambos lados. Nunca habría podido imaginar que pudiera haber tantos en el agua.

Entonces, cuando nos acercamos a las islas de Jersey y Guernsey, empezamos a ver esos grandes dirigibles que estaban sujetos con cables desde el agua, cerca de los pasillos de los barcos. Fue una visión realmente hermosa.

Recibimos el primer fuego antiaéreo sobre las islas de Jersey y Guernesey.

Realmente nos estaban disparando.

Una verdadera jodienda. Tendríamos que subir para pasar por encima del fuego y después girar hacia las zonas de lanzamiento. Cuando llegamos a la altura de esas dos islas, el piloto encendió la luz roja, de manera que nos pusimos en pie y enganchamos los mosquetones.

En aquella época los alemanes no tenían radares demasiado buenos. No podía localizar un avión por debajo de los ciento veinte metros de altura. Si superábamos esa altura, podían localizarnos con el radar y volarnos del cielo. Así que cruzamos el Canal a ciento veinte metros de altura. Tampoco disponían de proyectiles con temporizador que estallasen por debajo de lo ciento veinte metros. Pero tampoco eran tontos.

Empezaron a disparar con una trayectoria más plana con la esperanza de que los proyectiles estallasen bajo el avión.

No tuvieron demasiado éxito, pero alcanzaron a algunos. Pero, chico, nos frieron con el fuego automático.

Esos alemanes disparaban munición hacia arriba que atravesaba el avión, los paracaídas y cosas por el estilo. Esas malditas armas automáticas tenían trazadoras cada cincuenta disparos.

Parecía como una tira de fuego que se te echaba encima. No sabía que las trazadoras tuvieran más colores que el naranja, pero parecía el despliegue más grande de fuegos artificiales que he visto en mi vida. Era hermoso. Disparaban uno azul, después un par de rojos, seguidos de un par de verdes.

Todos los colores del arco iris subían a saludarnos. Perdimos muchos aviones cargados de paracaidistas, pero la mayor parte consiguió pasar.

Yo iba bromeando con los chicos en el avión. Lo necesitaba. Esos muchachos estaban sentados mirándose los unos a los otros, cara a cara, imaginando que el otro no iba a estar ahí por la mañana, lo que se ajustaba bastante a la realidad.

Reíamos y hablábamos. Intercambiábamos mensajes y repasábamos planes sobre lo que haríamos exactamente en cuanto tocásemos el suelo. Yo les seguía dando instrucciones sobre cómo saltar, sobre cómo recuperar el paracaídas y cómo en cuanto localizásemos nuestro objetivo comenzaríamos a trabajarlo.

Todos estábamos de muy buen humor.

Si un paracaidista no se divierte con su trabajo, no dura. En aquel momento tenía en mi pelotón soldados que entrenado durante dos años, superando todo tipo de dificultades. Pero nadie sabía cuántos íbamos a sobrevivir después de la primera criba. Si conseguía que mantuvieran el estado de ánimo adecuado, lucharían mejor.

Si un puñado de tipos llegaban medio muertos de miedo, estaban muertos antes de saltar. Eso no nos ocurría a nosotros. Creíamos que podríamos cumplir cualquier misión que no saliese al paso.

No sé si tenían algún hombre que estuviera físicamente más en forma que yo, pero probablemente eran mejores soldados. Yo no sigo vivo porque fuera el mejor soldado. Creo que sigo vivo porque me aproveché de todo lo que encontré en el camino.

Tomado de Los trece malditos bastardos, de Richard Killblane y Jake McNiece. Trad. Francisco García Lorenzana, Plataforma Editorial.


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IM/CR

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