Columnas
México enfrenta un escenario climático profundamente paradójico y alarmante: mientras más del 80% del territorio nacional experimenta distintos grados de sequía, se aproxima una temporada de huracanes que, según los pronósticos del Servicio Meteorológico Nacional y del Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos, será especialmente activa y peligrosa. Lejos de ser un alivio, el arribo de ciclones más intensos, con lluvias torrenciales y vientos devastadores, podría agravar la vulnerabilidad ambiental y social de numerosas regiones del país.
La paradoja radica en que, aunque los huracanes pueden traer consigo lluvias copiosas, estas no tienen la capacidad de revertir de forma estructural los efectos acumulados de años de sequía severa. Las lluvias torrenciales se concentran en pocos días, provocan escurrimientos superficiales rápidos y poco eficientes para recargar acuíferos y cuerpos de agua subterráneos. Además, el deterioro del suelo, su reduce su capacidad de absorción, generando más inundaciones y deslaves que beneficios hídricos sostenibles.
Los efectos visibles de esta crisis climática son múltiples. En primer lugar, la pérdida de cosechas se ha intensificado: cultivos de maíz, frijol, sorgo y trigo han enfrentado pérdidas superiores al 50% en algunas regiones del Bajío, el norte y el altiplano. Esto compromete no solo la seguridad alimentaria del país, sino la estabilidad económica de miles de familias campesinas. En segundo lugar, la combinación de sequía, altas temperaturas y vientos intensos ha provocado una temporada crítica de incendios forestales: hasta abril de 2025 se han registrado más de 6,000 siniestros, con miles de hectáreas de selva, bosque y pastizal perdidas.
La desertificación del suelo se acelera en este contexto. Estados como Chihuahua, Zacatecas, San Luis Potosí y Durango presentan zonas con pérdida irreversible de cobertura vegetal y suelos degradados que ya no pueden sostener actividades agrícolas ni ganaderas. El proceso de desecamiento de ríos y cuerpos de agua, por su parte, se vuelve cada vez más evidente: la cuenca del Lerma-Santiago-Pacífico ha perdido caudales históricos, lagos como Cuitzeo o Chapala disminuyen sus niveles con rapidez, y cientos de comunidades rurales enfrentan crisis de abastecimiento de agua potable.
Frente a esta crisis múltiple, la acción del Estado mexicano debe ser inmediata, ética y comprometida. No basta con planes de emergencia o parches presupuestales: es imprescindible construir una política nacional de adaptación al cambio climático basada en ciencia, justicia ambiental y participación comunitaria. La ética pública exige que se priorice la vida, la dignidad de las personas afectadas y la preservación de los ecosistemas. La omisión o la lentitud en la respuesta no solo es ineficiencia administrativa, sino una forma de violencia estructural que profundiza la desigualdad y la vulnerabilidad.
El país no puede seguir actuando de manera reactiva ante una amenaza climática que es ya permanente. Se requiere una nueva ética del desarrollo que asuma el agua, el suelo y la vida como bienes comunes irrenunciables, y que imponga a los poderes públicos una responsabilidad histórica ante las generaciones presentes y futuras.
Investigador del PUED-UNAM