ISRAEL GONZÁLEZ
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, anunció con cierta desesperación una reforma del mercado eléctrico en Europa, y sin tapujos dijo que se diseñó "para otras circunstancias". Lo que hay detrás, por supuesto, es el alza de precios que ha sufrido el europeo promedio en su cuenta de luz y gas, y que en ciertas regiones ha llegado a ser de más del doble de lo que pagaba antes de la guerra entre Rusia y Ucrania. El debate no es sobre reformas energéticas, sino sobre soberanía entendida como reivindicación de lo que se llamaba “bienes públicos”, concepto que se precariza y redefine cada vez que ocurre una liberalización económica global (ocurrió en el siglo XIX en pleno auge de la revolución industrial, y ocurrió a partir de los años 80s a raíz de la liberalización económica en su vertiente neoliberal). Podríamos llamarle, a riesgo de sonar cursis, “nueva soberanía”, porque los escuderos del libre mercado nos convencieron, durante 40 años, que el concepto no significaba nada. Desgraciados. Ashis Nandy describe la indigencia como un signo de nuestros tiempos, y la distingue de la pobreza, porque esta última implicaba la carencia de bienes propios pero el acceso a bienes públicos que eran efectivamente tales, y que siempre han tenido un sustrato más comunitario que jurídico; más societal quede apropiación. El ejemplo más simple, antes un pobre podía no tener acceso a agua corriente en su casa, pero no es que, donde la había, tuviera que pagar por agua. El agua se regalaba, no se vendía en botellas o en pipas. Esto está relacionado con la tanatopolítica, o la normalización de la muerte de enormes cantidades de personas por la falta de acceso a bienes y servicios que en otras regiones del mundo se dan por sentadas, casi para todas las clases sociales. Por eso el pobre en Canadá y el indigente en la India son dos cosas que no tienen nada que ver, pese a que ninguno de los 2 sea propietario de nada, en lo individual. Pero en la realpolitik, el debate se reavivó en Europa durante el gran confinamiento de 2020. El presidente de Francia, Emmanuel Macron, dijo que era tiempo de reflexionar sobre la pertinencia de que todos los bienes sociales fueran sujetos de comercio, como la salud pública; a su parecer, tanto ese como otros bienes primarios deberían operar fuera de las leyes del mercado. Después, la guerra entre Rusia y Ucrania le mostró a Europa la peor cara de la “eficiencia del mercado”, porque la eficiencia no tiene criterios extra económicos; o lo que es lo mismo: decir que el mercado asigna bienes de forma eficiente no quiere decir otra cosa más que se asegurará de que lleguen a quien los puede pagar. No implica que la distribución de bienes sea universal, ni equitativa, mucho menos solidaria. Eso no tiene problema cuando hablamos de bienes privados (automóviles y otros bienes suntuarios) pero sí cuando hablamos de bienes públicos (agua potable, luz eléctrica, seguridad) porque equivale a su negación misma. Tampoco caigamos en la ingenuidad de creer que el problema de esta exclusión de bienes públicos es simplemente moral. Las economías excluyentes y extractivas erosionan la confianza de la población en sus instituciones, sus leyes, y sus mercados. Así, tanto los estallidos sociales como la desobediencia civil generalizada que producen, vuelve insostenible el modelo de producción y el orden jurídico que lo protege. La soberanía energética, en ese sentido, forma parte de un conjunto de bienes públicos que debe entrar, por sentido común y supervivencia política de los gobiernos, en un esquema comercial más parecido al del Estado de Bienestar que del libre mercado. Y la Unión Europea acaba de aceptarlo.