Asumiendo que pertenecieron a generaciones distintas, releyéndolos a ambos, pensaba en algo que sirviera de amalgama entre Francis Scott Fitzgerald y Raymond Carver: dos cuentistas febriles, obsesionados por las contradicciones de la sociedad estadounidense del siglo XX, pero que no necesariamente reposan sobre un territorio común.
Allá por 2013, la escritora británica Olivia Laing publicó El viaje a Echo Spring. Por qué beben los escritores, una suerte de ensayo en el que reflexiona sobre el papel que jugó el alcoholismo en la vida de seis apóstoles de las letras americanas, entre ellos Fitzgerald y Carver. «Elegí seis autores cuya obra me encantó y que estaban conectados de alguna manera. Hemingway y Fitzgerald eran amigos, como Carver y Cheever. Cheever estaba obsesionado con Fitzgerald, Berryman y Carver se mostraron muy interesados en Hemingway, Williams y Hemingway se conocían entre sí y Williams escribió una obra de teatro, Clothes for a Summer Hotel, sobre Fitzgerald. Así que había una gran cantidad de intersecciones en las que pensar», le dijo Laing a La Vanguardia a propósito del desembarco de la obra en España y Latinoamérica, a cargo de Ático de los libros.
Además del alcoholismo como manantial de inspiración y mecanismo de supervivencia, Fitzgerald y Carver tuvieron que lidiar con el absurdo de la novela como instrumento legitimador. En el caso del autor de El gran Gatsby habrá que decir que él mismo contribuyó a que la crítica percibiera sus relatos cortos como una literatura menor para permitirse no pocos dispendios. Carver, exponente del realismo sucio, un minimalista crudo, sin ornamentaciones, que prescindió de las metáforas, fue, como Borges, más listo: jamás publicó una novela.
Siendo dos de los escritores más imitados del siglo pasado, su reputación se vio mancillada por incidentes que pusieron en duda su grandeza literaria: Fitzgerald fue señalado de incorporar como propios fragmentos de cartas y diarios de Zelda, su mujer; Carver, por su parte, fue mirado con recelo tan pronto se supo que la tijera de su editor Gordon Lish fue algo más que providencial en la construcción de ese estilo tan directo. Ser curioso da y quita.