Columnas
¡Mediocre! –gritó la mujer poseída por Satán- ¡Eres un mediocre!
Como normalmente ocurre, la concurrencia miraba no a la “pobre señora”, sino al objeto de su rabia: un joven profesor –de eso me enteraría después- que, al borde del llanto, no podía creer que la hermosa plaza del Palacio de las Bellas Artes estuviera enferma. La plaza sufre una infección donde las freidoras repletas de aceite cocinan papas; donde los esquites con granos blancos, enormes, delatan un elote transgénico que normalmente se usa para nutrir al ganado y que sus comensales consumen felices, importándoles muy poco que el agua del popular platillo, se arroje a las jardineras donde se ha ido acumulando esa sopa infame que ha formado una ciénaga a la altura del alma de sus envilecedores.
La mujer que gritó, forma parte de un grupillo de personajes que ofertan bisutería dentro de las fuentes de la plaza, en medio de vendedores de chicharrones y de aguas con líquido azucarado dudoso hasta en su color intenso.
Preguntando al joven hombre agredido, me enteré que era un profesor de ingeniería del Politécnico Nacional, que intentó hacer otro servicio a la nación, instando a las sensibles personas a que desalojaran la fuente usurpada, pero que no soportando los argumentos del significado de lo que es un patrimonio de la humanidad, se sintió ofendida, y manifestó su enojo con los gritos confundidos con los de la vendimia de la masa. Yo no recuerdo que la plaza viviera una infección así jamás.
Los invasores, prestos a ofender con brutalidad a cuanto señalamiento se les haga, producto de la ilegalidad de su actividad, reaccionan con fiereza al no poder apelar a la ley que ellos trastornan, como lo han demostrado al agredir a los funcionarios y policías que intentando ordenar el espacio, han terminado en el hospital.
Quienes justifican la presencia de esas personas, o les consumen o los ven como otra forma de expresión de lo popular de una ciudad diversa, se suman a la barbarie que efectivamente muchos contemplamos con impotencia. No estamos dispuestos a regalar nuestra ciudad a esos vándalos extorsionadores, cuyo derecho de piso esconden con pretextos lastimeros como su condición económica o su militancia en movimientos reivindicadores.
Varias veces he dado constancia del fenómeno del ambulantaje –que no es una venta de tianguis más-, resaltando otras perspectivas que descubran sus auténticas intenciones, en donde la corrupción de los gobiernos y la miseria de los líderes callejeros, se entremezclan en esas trenzas de extorsión y violencia que ahora se amontonan ante uno de nuestros tesoros.
Llamaría a nuestros respetables lectores a no consumir a estas personas, a que se pasen al bando del joven profesor que, como muchos ciudadanos, estamos siendo insultados y lastimados.