LUIS MONTEAGUDO
Sin lugar a duda, las crisis son un estado de confrontación entre el conjunto de conocimientos heredados, y una complicada “realidad” que resulta ser siempre más complicada y oscura de lo que imaginamos. La historiografía liberal creó una narrativa de la historia como un proceso en constante desarrollo. Si las condiciones materiales como el crecimiento industrial y la ciencia, se alían para dotar a todo el proceso civilizatorio del conocimiento indispensable para su beneficio, se realizará lo que el sueño liberal denominará como progreso.
El progreso es en parte una idealización muy realista -pero muy difícil-, de un proceso que a todas luces aparece como virtuosísimo. Tener la altura de miras como lo hizo la clase política británica desde el siglo XVIII de apostar por su desarrollo industrial, erigiéndose a sí misma como la cuna de la ilustración liberal que desde el primer momento comprendió en la erección de un complejo social que ofreciera los cimientos de su fabuloso imperio (cuyos momentos oscuros no voy a tratar aquí, pero no hay que olvidar el desgraciado colonialismo), naciente del trabajo de su industrioso pueblo, en alianza con una intelectualidad notabilísima de filósofos que fundaron la economía y buena parte de la teoría política liberal clásica.
Industria y ciencia no sólo no sonó mal, construyó un sistema que transitó del feudalismo a la modernidad, mediante procesos de una violencia inaudita que no sólo les hizo limitar a la propia religión, sino también educar al Estado, y comprometer a sus élites aristocráticas e industriales, para trabajar por un complejo institucional limitante del poder de las propias élites, exigiendo de sus ciudadanos no simplemente el limosneaje de la indefensión ante los déspotas, sino de exigirles su participación en la estabilidad de una tierra que salía de un par de siglos de inestabilidad permanente.
La violencia educa, y nos hace vivir en carne propia eso que el gran T. Hobbes considera la “pasión civilizatoria”: el miedo. El miedo no simplemente nos recuerda nuestras siempre evidentes carencias, sino que también nos obliga a protegernos. Delincuentes, psicópatas y tiranuelos envalentonados y acosadores, han existido siempre, y la mayoría de las naciones que hoy admiramos, atravesaron por sus propios conflictos de magnitudes cataclísmicas. Lo importante de lo trágico, fue que nació el sistema constitucional liberal moderno para protegernos sobre todo de dos monstruos: un demagogo carismático y un tumulto incivilizado codependiente de las migajas de su amo. El liberalismo liberó siervos, construyó ciudadanos. Ofreció leyes y eliminó clientelas con resultados diferentes en cada sociedad. Incluye limitar a su Real Majestad Británica. Todos tienen un límite: la ley, por más imperfecta que esta sea. Vivimos el drama de la pandemia, y de nuestros muertos, y de una administración semejante a la de Enrique VIII.