Ivan Krastev, brillante pensador búlgaro, escribió hace poco un libro llamado “La luz que se apaga”. Es una reflexión sobre lo que podríamos llamar la revolución iliberal, o la contrarevolución antiliberal, como sea más fácil. Según él, en el origen de los nuevos populismos autoritarios hay un resentimiento contra la democracia y contra occidente en general, que pretendió imponer su visión como la única posible luego del fracaso del socialismo real. Supongo que algo hay de eso, pero lo cierto es que estamos en presencia de sucesos políticos que muchos expertos habían dado por muertos con la ola democratizadora que se extendió en todo el mundo desde 1989, y que produjo un período prolongado (anómalo de tan prolongado) de relativa paz y estabilidad en casi todas las regiones del mundo.
Se pensaba que la única alternativa viable de los países hacia el progreso era imitar a los países desarrollados de Europa y a los Estados Unidos. Ellos mismos juzgarían y evaluarían periódicamente qué tanto habíamos avanzado en el camino de parecernos a ellos y, por tanto, ser mejores.
Pero en 2022 tenemos una guerra convencional de casi un año, donde las armas que se usan en el frente armas son balísticas y no comerciales, y el motivo oficial de la disputa es una pretensión de anexión territorial a la vieja usanza, nada menos.
Tenemos también “la instauración de un gobierno de excepción” en Perú, donde el presidente de ese país disolvió el congreso, impuso un toque de queda a toda la población, anunció que convocará a un nuevo congreso constituyente y que reestructurará todas las áreas de procuración y administración de justicia, que en este momento lo estaban investigando a él.
Quizás sea por mi falta de lecturas progresistas, ricas en eufemismos, pero en mi tiempo a eso le llamaban golpe de Estado. Afortunadamente, así le llamaron también en Perú, y el golpista se quedó solo en cuestión de horas, ante el rechazo general de las instituciones y las fuerzas armadas. Pero que lo haya intentado, aunque sea así como el Borras, es preocupante.
Creo que la generación que tomó la estafeta en ese periodo de integración económica tersa pecó de frívola y orgullosa, porque no solo asumió que la economía abierta, por sí sola, cuidaría de los aspectos sociales, políticos y culturales que hicieran falta, sino que optó por desdeñar la historia de las instituciones democráticas, que es una donde lo que se alcanza cuesta mucho y perderlo cuesta poco.
Bastan un par de años malos para que las dictaduras, la censura y las pretensiones totalitarias se metan por una grieta y se apoderen de la arena política completa de cualquier país. Al día de hoy, y en su dimensión más tangible, creo que esto se explica, al menos en parte, por la radicalización de los discursos políticos de derecha e izquierda en un espectro donde, también durante varias décadas, los electorados percibían los cambios de gobierno como cambios cosméticos, pues las decisiones relevantes en materia de política económica y, por ende, de distribución de riqueza, permanecían inamovibles.
Los agitadores inflamatorios siempre dicen las mismas cosas, pero alcanzan el poder cuando la sociedad es receptiva a sus mensajes, y eso puede ocurrir por desesperación pero también por aburrimiento y trivialización de las libertades civiles y políticas. Lo que siempre ofrecen los autoritarismos es “resultados”, “mejoras inmediatas” y otras promesas que se parecen bastante a las de las drogas duras o las estafas comerciales.
Porque no da lo mismo que se pueda opinar libremente o no; no da lo mismo que se pueda criticar a los poderosos o no; no da los mismo que se respete el voto popular y los derechos de las minorías no que no se respete; en fin, no da lo mismo la libertad que la represión, y eso es un tema aparte, que requiere un cuidado aparte, que los temas de desarrollo económico. Aguas con los castillos en el aire.