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Desconfianza

Desconfianza

Columnas jueves 27 de marzo de 2025 -

En un rápido vistazo a los temas políticos recientes, algunos sucesos parecen no tener semejanza alguna: MORENA rechaza que haya necesidad de crear un “GIEI” para el caso Teuchtitlán; la CNDH acusa que la Suprema Corte la “amordazó” al resolver una controversia constitucional en la que aquella emitió juicios de valor en materia electoral; se crea “Transparencia para el pueblo”, como órgano desconcentrado de la Secretaría Anticorrupción, como reemplazo del extinto INAI. La línea de todos ellos, empero, es la de destrucción y diseño institucional como manifestación fehaciente de la legitimidad gubernamental.

Esta afirmación es más fuerte de lo que parece, porque lleva implícito el reconocimiento de que nuestra cultura política en general, y nuestra idiosincrasia sobre el poder político, en particular, se han mantenido más o menos constantes, antes, durante y después de la transición democrática mexicana. La narrativa periodística (y una que otra académica, aunque perezosa) insiste que el país, o la sociedad, o el Estado, están dando “pasos hacia atrás”, o que “estamos volviendo a los años setenta”. Todas ellas, observaciones útiles para la sobremesa o el Uber, pero no mucho más.

El simplismo empieza desde que se pasa por alto la total disonancia entre el mundo social y tecnológico de los años setenta con el de 2025. Lo que puede haber es un grupo de viejos y plutócratas queriendo dibujar un pasado glorioso a la fuerza, siempre imaginario, siempre borroso. Y puede ser Putin con la Gran Rusia, Trump con la hegemonía norteamericana de la posguerra, o los nuestros con su atolondrada cólera hacia la época colonial y la bizarra añoranza de un México prehispánico bien puesto, diverso en su integración, pero solidario en su identidad indígena, que quién sabe cuándo existió. Pero eso no quiere decir que puedan echar el tiempo atrás, sólo que representan fuerzas reaccionarias del momento, como hay tantas y como las ha habido siempre.

Además, esa convicción de atraso cada que hay algún cambio, implica que lo otro, lo que se quitó, era progreso. Y puede ser que en ocasiones así sea, pero para ello tenemos que acordar punto de partida y destino, que de lo contrario no hay avance ni retroceso. Por ejemplo, la institucionalización del poder es un avance indudable desde el caudillismo carismático, dentro del paradigma de construcción democrática institucional, específicamente. Pero en otras narrativas, el caudillo es más bien el libertador que sacude un sistema corrupto y perverso desde sus cimientos, cambiando legalidad por justicia y burocracia por eficacia. Depende del momento, y de quién lo cuente.

Creo que en México podemos estar en presencia de una constatación, ni trágica ni heroica, sino bastante modesta; a saber, que la supuesta modernización de la cosmovisión política del mexicano, materializada en la construcción específica de un modelo que repartía el poder político entre feudos por materia, no era tal. Más bien, fue una reconstrucción provisional que respondió a una circunstancia política de los años noventa que hoy ya no prevalece, y que fue el absoluto descrédito del gobierno mexicano y de su principal símbolo, el presidente de la República. Fue a partir de las crisis económicas previas que tuvieron su punto culminante con la nacionalización de la banca, y la convicción mayoritaria del fraude sistemático en las elecciones por parte del PRI, que el gobierno tuvo la necesidad de quitarse facultades y dárselas a alguien que era y no era Estado, un conjunto de órganos supuestamente apolíticos, cuyos titulares o integrantes, empero, acababan siendo nombrados por los órganos tradicionales de representación política.

El gobierno tuvo que dejar de organizar elecciones, porque nadie creía que fueran confiables; tuvo que crear un órgano estatal que defendiera a los ciudadanos de las violaciones de derechos humanos que cometía el propio Estado, porque nadie creía en la procuración de justicia, tuvo que crearse un órgano estatal pero anti gobiernista para que diera información gubernamental, porque se creía que la opacidad era siempre la regla y nunca podría ser de otra manera. Etcétera.

No discuto aquí los méritos de todos estos organismos que hoy están desaparecidos o en vías de extinción. Seguramente habrá de todo. Y sería difícil argumentar que la remoción de controles a un poder central conlleva beneficios a la democracia o a la legalidad. Lo que quiero resaltar es que quizás no es “México retrocediendo” sino creando o destruyendo instituciones de acuerdo con la legitimidad de la que goce el gobierno central. En ese sentido, la instauración de contrapesos, autoridades independientes, cuadros técnicos y reguladores especializados, solo sería posible cuando la sociedad estuviera en un punto crítico de desconfianza y aborrecimiento de su gobierno y de la política en general. Y lo que eso dice de nuestra cultura política, es por lo menos problemático.


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