Columnas
Con el no tan gracioso estruendo que lo caracterizó, en el discurso del 18 de marzo de 1934 Mussolini, exclamó: “Se va hacia nuevas formas de civilización, tanto en política como en economía. El Estado vuelve por sus derechos y su prestigio como intérprete único y supremo de las necesidades nacionales. El pueblo es el cuerpo del Estado, y el Estado es el espíritu del pueblo”. Según las pasiones del Duce, el pueblo se convierte en la entidad grandiosa bajo la cuál el Estado adquiere plena legitimidad en su ejercicio, porque es el propio pueblo el que lo conforma.
La dimensión de “pueblo” es un tanto cuanto inexacta, fuera de la terminología clásica tanto republicana como liberal -ambas nociones despreciadas por el fascismo-, porque en los dos casos el pueblo es una entidad diferenciada del gobiernos, sea con los valores institucionales de la república, o del individualismo democrático donde el gobierno tiene como límites los derechos naturales -como desarrollará J. Locke-, en donde la propiedad privada y la autopreservación, legitiman al poder para garantizar esos principios. Estos principios se opondrán a los valores comunitarios que pretenderá imponer el fascismo.
El Estado Fascista ni está de acuerdo propiamente con esa sublimidad ciudadana, ni tampoco con los límites al poder establecido por el liberalismo, baste un poco adentrarse en lo que Carl Schmitt, en su Concepto de lo Político, resalta en la Introducción, cuando advierte del poder de los organismos privados -con sus valores individualistas- que han debilitado el poder público del Estado, porque ante los intereses de privados, el Estado se convierte en el garante único de los intereses populares. El Estado y el Pueblo se confunden.
Esa confusión H. Arendt la analiza en su grandioso tercer tomo de Los Orígenes del Totalitarismo, cuando nos refiere su noción de “hombre masa”, pues el proceso de homogeneización de la sociedad, logrado a sangre y fuego, impone que la visión popular se funda con las palabras del Estado que más bien es un líder con el carisma suficiente para aplanar la oposición a sus deseos, utilizando a las masas organizadas como brazos golpeadores. Sin masa, el fascismo no funciona. Es un movimiento enteramente popular.
La masa es tal por su carencia de individualidad y completa entrega a la causa del líder, a través de complejas estructuras de propaganda que ostenta sorprendentes cuentos repletos de imaginería. La masa se entrega a una saga, mutando en personajes heroicos, pues su lucha es la del bien contra el mal, y el mal son todos los que quedan fuera de la categoría del pueblo: intelectuales, artistas, aristócratas, opositores políticos, etc… segregados y normalmente exterminados por organizaciones -sindicatos, por ejemplo- que tienen la suprema misión de implantar la justicia sublime que encarna el líder en la tierra.