La “tiranía de la masa” es un concepto acuñado por el filósofo británico J.S. Mill, y popularizado por Alexis de Tocqueville en su célebre Democracia en América. La tiranía de la masa, esa que es referida como la enfermedad mortal de un sistema democrático, y que resulta ser peor que cualquier despotismo unipersonal (aunque pueden implicarse), busca imponerse sobre la voluntad de todo aquel que no sigue el pensamiento mayoritario (las minorías), con una crueldad digna de los peores momentos de la incivilidad humana.
Es común escuchar en democracia, que la primacía efectiva que posee la mayoría al momento del sufragio, es contundente, pues el triunfo es adjudicado a quien se le confiere la mayor cantidad de los votos. Este criterio, al que las sociedades libres afortunadamente estamos acostumbrados, peligra cuando se pretende relacionar, a través de una falsa analogía, que del número se sigue “la verdad” de todas las cosas.
La verdad es una noción de tal fuerza, que hace tiempo que el pensamiento científico renunció a ella, asumiendo las limitaciones epistémicas que alcanzamos los muy limitados seres humanos, y si quizá la teología puede asumirla como parte de su estudio de los asuntos divinos, lo cierto es que para todas las demás disciplinas nos resulta, cuando más, un imposible porque inmediatamente nos conduce a un absoluto.
Que un movimiento mayoritario presuma, o se le adjudique la verdad, es tan dudoso como las mismas causas que unan a las mayorías en una situación, donde lo que puede estar detrás, es una cínica manipulación que al lucrar con las carencias del contingente, utilice la cifra para obtener no el bien general, sino el beneficio personal de un sujeto y su camarilla. Conviene hablar en nombre del pueblo, cuando lo que se pretende es violentar cualquier recurso que impida el despotismo.
El despotismo ocurre cuando se borran los canales intermedios que dosifican los asuntos por vías institucionales, como lo hacen las instituciones y las leyes. Si en lugar de respetar la institucionalidad se apela a una abstracta voluntad mayoritaria, lo que termina imponiéndose no es la razón, sino la numerosidad caótica al servicio de uno solo: el déspota.
Déspotas de la calidad de Hitler, considerado en su tiempo por la revista Times como el “hombre del año”, llegó al poder con una aplastante mayoría y durante su gobierno de terror, mantuvo una popularidad altísima en un pueblo que sin saberlo, fue capaz de coparticipar en un genocidio, con tal de mantener la palabra absoluta de su líder amado atacando a los discidentes.
Las mayorías no definen un sistema de leyes, donde los apasionamientos del momentos no pueden regir sobre la particularidad de las personas. Apelar a la mayoría sólo por su número, es despotismo.