Israel González Delgado.
A muchos nos gustaría que el espacio público fuera un lugar de diálogo civilizado, argumentos, comunicación respetuosa y reconocimiento de la dignidad del otro; no es. Lo que tenemos es una sociedad medianamente participativa en los ejercicios electorales, sumamente vocal en su resentimiento hacia cualquiera que tenga más (o parezca que tiene), justiciera en las emergencias y letárgica en sus costumbres. Una parte de la misma, además, ocupa buena parte de su día en saturar las redes sociales de opinones o francos insultos, contra los blancos más insospechados. Algunos hacen eso, de hecho, profesionalmente (no es que sea un oficio muy noble, pero cobran por ello). Ahora bien, no todo eso es estrictamente mexicano.
Los incendiarios, calumniadores y borregos de la mentira y del odio existen desde que existe el lenguaje, y la desinformación existe desde que existen los diarios; el tema aquí es el megáfono que se le ha dado a cualquier persona, para que diga lo que se le antoje, en contra de quien sea, y su opinión no solo se haga pública, sino que se viraliza por los motivos más exóticos.
La horizontalidad en las plataformas de opinión e información representaba, en abstracto, una potencial emancipación del monopolio que sobre los hechos y su significados tenían las grandes coporaciones mediáticas. No es un secreto que durante varias décadas los políticos gobernaban, como se decía, “a periodicazos”. Lo malo es que la verticalidad corporativa y la interpretación del mundo con base en intereses creados no fue sustituida por mayor responsabilidad y ética, ni de parte de ellos, ni de parte de los nuevos periodistas, influencers ni del resto de los involucrados en esta nueva ecuación.
A eso hay que sumar la sobre abundancia de mensajes informativos, que cambió con la posibilidad de transmitir cualquier cosa, en cualquier formato, prácticamente en tiempo real. Se acabaron los procesos de selección, edición, cierre de imprenta, distribución, y relativo control de las narrativas y las tendencias del día a dia. Ahora cualquier persona que tenga un teléfono en la mano, se entera de cosas aún sin querer, porque hay servicios “gratuitos” de noticias, que de forma acomedida empiezan desde temprano a saturar nuestro buzón de mensajes de texto con el nuevo escándalo del gabinete, el nuevo amor de un cantante de reaguetón y el perro robot que irá al espacio (todo en el mismo mensaje).
En este contexto, lo que la gente requiere, comprensiblemente, es una brújula, o algún instrumento que le permita discriminar la basura (que es mucha) de lo que para ella es relevante, y esa guía debe obedecer a criterios distintos de la mera propaganda masiva, donde el que más paga o más bots tiene, puede colocar cualquier estupidez como “tendencia”. Pero no lo hemos encontrado. Por eso es comprensible que haya una lucha campal de todas las fuentes de información, públicas y privadas, para convencer a la opinión pública de que todos los demás mienten. No es una buena época para la discusión cívica.